El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX (44)

El lugar del S. XX en la historia profética.

Apenas comenzado el S. XX, la pluma inspirada exhortó a buscar “en la historia el cumplimiento de la profecía, para estudiar las operaciones de la Providencia en los grandes movimientos de reforma, y para comprender el progreso de los eventos en el ordenamiento de las naciones para el conflicto final de la gran controversia” (8 T 307, 1904). Antes ya, en las postrimerías del S. XIX, había amonestado a esforzarse por presentar ante el mundo el lugar en donde nos encontramos según las profecías. “Alcen la voz los centinelas ahora”, fueron sus palabras, “y den el mensaje que es verdad presente para este tiempo. Mostremos a la gente dónde estamos en la historia profética (2 JT 323, 1889). Esto es lo que hemos tratado de hacer al estudiar el papel del Vaticano en los genocidios más monstruosos del S. XX. Corresponde dar ahora, en grandes pantallazos, su vínculo más directo con las profecías de la Biblia que nos permitan percibir que toda esa historia criminal que nos precedió reaparecerá otra vez en el corto tiempo que nos queda del fin anunciado.

El “tiempo del fin” que precede al fin mismo, fue anunciado por el antiguo profeta Daniel, también por el último apóstol con vida en el Apocalipsis, y aún por el Hijo de Dios mismo. Ese tiempo estaría enmarcado en contextos históricos bien definidos que no se cumplieron antes de los S. XIX y XX. Entre ellos está el avance espectacular de la ciencia y la rapidez de los acontecimientos que no se limitan al crecimiento notable en la comprensión de los mensajes proféticos de la Biblia. Involucran también todo el desarrollo científico humano (Dan 12:4). Habría “guerras y rumores de guerras” sin precedentes, pero sin que precipitasen ya el fin del mundo (Mat 24:6), y sin que rompiesen el equilibrio de poderes que se mantendrían en jaque hasta momentos antes de la venida del Señor (Dan 11:40pp; Apoc 7:1-3).

1. Una confrontación político-religiosa.

El “tiempo del fin” se iniciaría al concluir “la gran tribulación” medieval causada por el largo predominio medieval de la religión católica romana, y se vería confirmado por señales estelares bien definidas que marcarían su comienzo (Mat 24:29; cf. v. 21; Apoc 6:9-13; cf. 7:14). Ambos eventos, terrenales y estelares, tuvieron lugar conjuntamente únicamente entre la conclusión del S. XVIII y comienzos del XIX. Pero el predominio de los poderes religiosos sobre los poderes seculares volvería a darse al final, en un intento velado de hacer retroceder el mundo a los cuadros de opresión religiosa anterior (Dan 11:40úp-44; Apoc 13:3,12,15). Este hecho marcaría el comienzo del fin mismo, al que le sucederían las plagas finales del Apocalipsis y, por último, la Segunda Venida en gloria y majestad del Hijo de Dios para destruir a todos los poderes y reinos de este mundo (Dan 11:45úp).

¿Cuándo comenzaría la confrontación religiosa-estatal, secular-clerical, anunciada por estas profecías? Cuando se levantasen gobiernos civiles que quitasen de sobre sí el yugo que les había impuesto la Iglesia medieval, y acabasen así con esa gran tribulación causada por el papado contra todos los que habían rechazado su autoridad (Dan 11:40pp.; Apoc 11:7-8; véase Dan 7:25; Apoc 6:9; 13:7-8). “El rey del sur” mencionado en Dan 11:40 es Egipto (v. 43), símbolo del secularismo moderno que se opone a las demandas de los poderes religiosos (véase Ex 5:2). “El rey del norte” es Babilonia (Jer 46:6,10,13), símbolo de Roma y de los poderes religiosos corruptos que se coligarían con ella en el fin del mundo (Apoc 17-18). Daniel y Juan en el Apocalipsis proyectan juntos esa confrontación entre aquellas dos antiguas superpotencias mundiales—Egipto y Babilonia—hacia “el tiempo del fin”.

La confrontación secular-religiosa produciría, en “el tiempo del fin”, una era de libertad. Tal era sería manchada por períodos de absoluto predominio de uno u otro de los dos poderes contenciosos, que revelarían su carácter cruel y despótico aquí y allí, en mayor o menor intensidad, en los lugares donde cada uno pudiese poner la planta del pié en forma absoluta y sin competencias. Que ambos poderes serían intolerantes, una vez logrados sus objetivos en forma suprema y totalitaria, lo prueba el hecho de que los dos produjeron los mayores genocidios de la historia en el S. XX. A pesar de eso, no podrían ninguno de esos poderes conseguir plenamente sus objetivos, porque los vientos de las pasiones humanas que ellos desatasen serían mantenidos bajo control, en jaque (Dan 11:40pp; Apoc 7:1-3). Como árbitro de todos los destinos, Dios permitiría la confrontación de estos dos poderes impíos y apóstatas para mantener la libertad, y facilitar la predicación mundial de los tres mensajes angélicos que anticipó en Apoc 14:6-12. Sólo cuando esos vientos dejasen de ser retenidos por los ángeles de Dios, podrían los poderes religiosos coaligados hacerse sentir sobre los poderes seculares, desencadenando así la persecución y destrucción finales más horrendas de este mundo.

A fines del S. XIX escribía la pluma inspirada: “Aunque ya se levanta nación contra nación y reino contra reino, no hay todavía conflagración general. Todavía los cuatro vientos son retenidos hasta que los siervos de Dios sean sellados en sus frentes. Entonces las potencias ordenarán sus fuerzas para la última gran batalla” (JT, II, 369). Ya a mediados de ese siglo adelantó la profetiza del “remanente” (Apoc 12:17; cf. 19:10), que “en ese tiempo [de angustia previo] cuando se esté terminando la obra de la salvación, vendrá aflicción sobre la tierra, y las naciones se airarán, aunque serán mantenidas en jaque para que no impidan la realización de la obra [predicación] del tercer ángel [anunciado en Apoc 14:9-11]” (PE, 85). Al comenzar el S. XX volvio a decir: “La Palabra de Dios ha dado advertencias respecto a tan inminente peligro; descuide estos avisos y el mundo protestante sabrá cuáles son los verdaderos propósitos de Roma, pero ya será tarde para salir de la trampa. Roma está aumentando sigilosamente su poder… Está acumulando ocultamente sus fuerzas y sin despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe en su debido tiempo… Pronto veremos y palparemos los propósitos del romanismo. Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá en oprobio y persecución” (CS, 683; cf. Apoc 12:17; 14:12).

Durante la Segunda Guerra Mundial especialmente, se vio cómo se airaron las naciones e intentaron conflagrarse con el propósito de imponerse sobre el mundo, pero no pudieron ordenar sus fuerzas. Tanto sacrificio de vidas terminó siendo para nada. El papado y el comunismo [el rey del norte y el rey del sur en los términos de Daniel: Dan 11:40), no pudieron lograr sus macabros objetivos ni aún en los intentos definidos que manifestaron luego de esa guerra. Pero el ateísmo comunista cayó en el ocaso del siglo, y la autoridad del papado se está restableciendo casi automáticamente en todos los países que se abrieron al mundo occidental. Es este el momento en que las fuerzas antagónicas seculares-clericales están buscando un cauce común, y este el momento en que finalmente, el cuadro final profetizado en el Apocalipsis se consumará.

2. Una era de libertad política y religiosa.

Consideremos un poco más de cerca esa era de libertad predicha para “el tiempo del fin”. El “ghetto”—según los términos recientemente empleados por el cardenal Ratzinger—o “herida mortal” política—según los términos antiguamente usados por el Apocalipsis (13:3), que confinó al papado a una labor más conventual que política durante todo el S. XIX—permitió a los Adventistas ir a todo el mundo y predicar con libertad su mensaje del fin en cada continente y país de la tierra, sin las trabas tradicionales del medioevo. Gracias a ello, hoy estamos predicando el último mensaje divino de condenación y misericordia combinados, a un mundo que va hacia su bancarrota (Apoc 14:6-12). Al anunciar el fin del mundo por toda la tierra, vamos contra el sueño tan acariciado de tantas religiones que pretenden que uniéndose, lo van a salvar.

Fue el descubrimiento de un nuevo continente (el norteamericano), y los principios protestantes y republicanos que adoptó la nueva nación, los que acortaron también la persecución medieval (Mat 24:22). Esos principios permitieron la libertad que tantos países de la tierra disfrutan todavía, con gobiernos democráticos que defienden los derechos del hombre, y entre ellos, el de la libertad de culto (Apoc 12:16; 13:11). Cuando los países colonialistas de Europa amenazaron con invadir nuevamente el continente americano, el presidente Monroy de los EE.UU. les advirtió en 1830 que todo el que tocase cualquier país desde Norteamérica hasta Tierra del Fuego, iba a tener que declararle la guerra primero a los EE.UU. Así, y por influencias de toda naturaleza, esa nación se transformó en el paladín de la libertad del Nuevo Mundo, no sólo religiosa, sino también política.

Pero iban a tener que pasar muchos años hasta que ese paladín de la libertad política y religiosa pudiese ejercer su influencia a escala mundial, permitiendo, expandiendo, salvaguardando y garantizando esa libertad sobre toda la tierra. Durante todo el S. XIX los EE.UU. estuvieron creciendo sin interferencias significativas extranjeras. “Subía” esa nación mansamente como un cordero “de la tierra”, acogiendo a los atribulados de diferentes países del mundo como lo había estado haciendo durante la mayor parte de su historia, dándoles libertad para vivir en paz, sin dictadores ni reyes, sin papas déspotas ni iglesias intolerantes.

Cuando surgieron sobre ese tumulto de naciones, pueblos y razas que caracterizaron desde siempre a Europa, gobiernos totalitarios comunistas y fascistas, tales gobiernos lucharon por apoderarse del mundo con el aval del minúsculo pero significativo Estado Vaticano. Pero no pudieron prevalecer. Esto se debió a la intervención protestante libertadora de los EE.UU. Aún así, el papado romano, en conjunto con todas las autoridades católicas de la mayoría de los países europeos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, intentaron reconstituir un renovado Sacro Imperio Romano que destruyese el imperio comunista, e impidiese que el gobierno protestante de los EE.UU. tuviese ingerencia en esos planes imperialísticos. Pero tanto el imperio comunista ateo como el imperialismo más solapado católico-fascista fracasaron, porque el gobierno republicano y protestante norteamericano se interpuso, dando lugar a la restauración de la democracia liberal en Europa Central.

Contra el modelo ofrecido por el Vaticano de la Dictadura de Franco en España, intolerante y despiadada como lo fue, y contra las democracias tan turbulentas y alteradas por las intervenciones militares de los demás países católicos de Europa y Latinoamérica, el gobierno republicano, protestante y democrático de los EE.UU. jamás conoció dictaduras. No hay gobierno sobre la tierra que haya gozado durante tanto tiempo de gobiernos democráticos tan estables que garanticen la libertad, sin necesidad de recurrir a ninguno de los dos típicos totalitarismos—comunismo y fascismo—al que recurrieron tantos países de la tierra ateos y católicos durante el S. XX. ¡Da vergüenza sólo pensar que la Santa Sede hubiera puesto la dictadura franquista española durante tanto tiempo como ideal católico para el mundo, despreciando el modelo protestante norteamericano tan benigno como un cordero, y que lleva ya más de dos siglos de existencia!

¿Qué fue lo que le dio a los EE.UU. esa estabilidad tan larga y abarcante, a pesar de estar dirigidos por un gobierno democrático y por principios de libertad que el papado romano condenó hasta en los tiempos más recientes? Su constitución, que hace a todo el mundo igual ante la ley, sin impunidad ni para religiosos ni para políticos, y que garantiza la libertad de conciencia y de culto de todo ciudadano. Por otro lado, ¿qué puede ofrecer al mundo el Vaticano, la Santa Sede, el Papado Romano, la Iglesia Católica misma, ante tantos hechos históricos que la vincularon siempre a regímenes opresores corruptos, violentos, sanguinarios, homicidas y genocidas? ¡Nada sino mentira e intolerancia criminal!

Llama la atención que ya concluyendo el S. XX y comenzando el S. XXI, el papado haya renovado una lucha político-religiosa incansable y sin cuartel para recuperar la primacía del mundo que cree pertenecerle. Esto lo hace buscando reconocimientos de todo tipo, apropiándose de los principios de libertad que la condenaron desde hace dos siglos atrás para poder seguir pretendiendo tener arrogantemente, la visión moral que los demás gobiernos de la tierra no tienen, vindicando su comportamiento presuntamente infalible del pasado y pidiendo perdón por lo que sus fieles hijos hicieron, canonizando a los papas que fueron condenados por los derechos humanos y buscando vindicarlos a toda costa. Todo esto, en medio de escándalos morales y sexuales de lo más aberrantes que la llevan tardíamente a ostentar medidas presuntamente drásticas para salvar su fachada moral, pero sin ofrecer soluciones de fondo consustanciales con la realidad del problema.

Juan Pablo II ha insistido varias veces, desde que asumió su pontificado, que no está de acuerdo con los principios de libertad que se dan en los EE.UU. porque, en su opinión reafirmada en el Nuevo Catecismo Católico, no debe haber libertad para obrar mal. Su concepto de mal tiene que ver con aspectos no solamente morales, sino también religiosos, de manera que por más palabras preciosas que diga, sigue negando como los papas del S. XIX y de todo el medioevo, la libertad de conciencia garantizados en los Derechos del Hombre. ¿Cómo hace el papa para justificar ese desacuerdo con la mayor demostración de democracia y libertad que conoció el mundo? Como en los viejos tiempos, el papado está acusando hoy a los sistemas democráticos de dar lugar a la inmoralidad y al desenfreno modernos, sin reconocer que la causa de ese desenfreno no se debe a la democracia y la libertad presentes, sino a la pérdida de la fe que una vez caracterizó al protestantismo norteamericano.

El freno que produce una religión como la Protestante que enseña a sus fieles a someter su conciencia a la Palabra de Dios, se está retirando de los EE.UU. por una apostasía nacional sin precedentes en la historia de ese país. Nadie parece percibir que no será mediante controles estatales exagerados y dictatoriales que se logrará restablecer el orden, sino por la labor del Espíritu de Dios en las conciencias individuales en armonía con Su Palabra. Por otro lado, la globalización y emigración de pueblos con diferentes creencias políticas y religiosas, hace que esos principios de libertad por los que lucha el gobierno protestante norteamericano se vean amenazados. Toda la civilización occidental lograda a costa de tanto derramamiento de sangre, parece a punto de desmoronarse por la acción aparentemente incontrolable del terrorismo internacional. El problema no está, pues, en los principios de libertad y democracia del gobierno norteamericano, sino en el socavamiento de tales principios causado por la apostasía del protestantismo que forjó este país, y por la confrontación internacional de tantas corrientes adversas y contradictorias que se dan en el ámbito religioso y político.

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