CONSTANTINO EL GRANDE.



LA GUERRA ENTRE CONSTANTINO Y MAJENCIO.

Amanecía: los rosados dedos del sol se ensortijaban en torno a las colinas. Antes de que éste se hiciera visible, imperaba un profundo silencio, interrumpido sólo por la vibrante melodía de la alondra y el ladrido de un perro en alguna parte de la desierta Campania. Tan pronto como el sol emergió por el horizonte, otro sonido hizo acto de presencia: el rumor de un ejército en marcha. Una nube de polvo se alzaba a lo largo de la gran carretera del norte. A través de la polvareda y la calina iban perfilándose una tras otra las filas de los soldados. Sobre égidas y estandartes, el ejército portaba un símbolo en diagonal que aludía a Christos, Cristo.
Al frente cabalgaba el comandante en jefe. Montado en un magnífico corcel, llegaba Constantino para tomar posesión del imperio. Sabía que no contaba con muchas posiblidades. Su rival, Majencio, tenía en su poder todos los ases de la baraja. Sus fuerzas eran superiores, se encontraban en mejores condiciones. Le bastaba con permanecer tras los muros de Roma para ser inexpugnable. Constantino seguía adelante sin arredrarse; no le cabía otra alternativa. Un soldado de cuerpo entero que lucharía hasta el final.
Durante la vigilia tuvo una singular experiencia. No había nadie más devoto del dios-sol; también rendían culto a Apolo con frecuencia. Así pues, se hallaba arrodillado de cara al sol, adorando esta divinidad, cuando advirtió que oscuras radiaciones en diagonal surgían del astro rey y, al mismo tiempo, escuchó sobre su cabeza un nombre: Christos. Aquella noche oró fervientemente al sol, pronunciando el nombre de su nueva divinidad.
Al día siguiente, 27 de Octubre de 312, aguardó a la salida del sol para asegurarse de que Jesús estuviera de su lado, acto seguido ordenó el ataque. Acorraladas, las filas enemigas cayeron en el desconcierto al pie del puente Milviano. Majencio intentó huir cruzando el Tiber a nado, pero el peso de su armadura le arrastró al fondo y, junto a un gran número de sus hombres, se ahogó. Constantino entró en Roma triunfante, un nuevo emperador con una deidad más que le protegiese.

No tardaría mucho en entrar en tratos con el nuevo papa, Silvestre, que había sucedido al más prudente Milcíades como obispo de Roma. Silvestre, como muchos otros prelados que le sucedieron, no se sorprendió en lo absoluto al ver llegar a un guerrero convertido a la fe de Cristo crucificado después de haber realizado una carnicería con sus enemigos.
Así comenzó la fatídica alianza entre el César y el papa, el Trono y el Altar. Con el tiempo, constituiría una parte de la ortodoxia católica.
El emperador Constantino jamás renunció al título de Pontifex Maximus, cabeza del culto pagano al Estado. Cuando, en el año 315, se dio por terminado su arco del triunfo, atribuyó su victoria a la "inspiración de una deidad" que no especificó. La acuñación de sus monedas siguió representando al dios-sol. No abolió a las vírgenes vestales, ni el altar de la victoria en el edificio del Senado. En ningún momento elevó el cristianismo a la religión oficial.
Nacido en el año 247, hijo de Constancio y de una concubina, Helena, nunca hubiera sido elegido para los honores imperiales. Obtuvo su consagración por medio de la espada. Casado dos veces, asesinó a Crispo, hijo de su primera mujer, en 326. Su segunda mujer fue ahogada en el baño; mató a su sobrino de once años de edad después a su cuñado, cuando anteriormente les había jurado que les concedería un salvoconducto. No persiguió a los cristianos, pero sí a su familia y amigos.
El relato de la lepra de Constantino y su posterior curación bautismal fue una pía invención del siglo V. La fábula ha ido perpetuándose en el baptisterio de San Juan de Letrán, de Roma. Una leyenda describe cómo el emperador fue bautizado por el papa Silvestre.
Los hechos son los siguientes: Constantino era una soldado en una época en que todo derramamiento de sangre era inaceptable para la Iglesia. Por ello pospuso su bautismo hasta que se halló a las puertas de la muerte y cuando ya no le quedaban fuerzas para cometer nuevos pecados o para matar a nadie más. No hacía mucho que había fallecido su madre, Helena, que contaba más de 80 años. Sólo entonces el emperador se alistó entre los catecúmenos, no entre los de la Iglesia madre, sino entre los de la lejana Helenopolis, en Oriente. Fue llevado a la Villa Achyronia, cerca de Nicomedia. Allí fue bautizado, pero no por el papa, ni siquiera por un obispo o sacerdote católico, sino por un obispo arriano herético llamado Eusebio. Murió en el último día de la Pascua de Pentecostés del año 337.
Esta narración arroja una luz sombría sobre muchos de los sucesos más significativos de la historia de los primeros tiempos de la Iglesia.

Cuando Constantino llamaba a los obispos sus queridos hermanos y se autodenominaba "obispo de obispos", título que luego los papas se apropiarían, no era aún cristiano, ni siquiera catecúmeno. Aún así, no había nadie que, remotamente, pudiera aproximarse a su elevada condición y autoridad. Incluso el obispo de Roma, que durante muchos siglos no sería llamado por el título de "Papa", comparado con él, carecía de entidad.
En términos civiles, era vasallo del emperador; en términos espirituales era, en función de Constantino, un obispo de segunda, portador de un título honorífico que lo eleva por encima de la mayoría de los obispos en tanto ocupaba la sede apostólica donde Pedro y Pablo habían ejercido su misión y yacían enterrados. Como subraya Burckhardt, en The Age of Constantine, el título de obispo ecuménico del emperador "no era una mera forma de expresión; en puridad, la Iglesia no tenía otro centro de referencia". No era el papa sino él, como luego sería Carlomagno, la cabeza de la Iglesia, la fuente de su unidad, ante quien el obispo de Roma debía postrarse y mostrar su fidelidad. Todos los obispos convinieron en que era "el inspirado oráculo, el apóstol de la sabiduría de la Iglesia.
En los últimos días de su existencia, Constantino, mientras construía magnificas iglesias en Palestina y en otros lugares, también erigía soberbios templos paganos en Constantinopla. Ello se entendería claramente como parte del primer ajuste de "la cuestión romana". El emperador era una persona sagrada. Pontifex Maximus, otro título que el papa asumiría más tarde. En consecuencia, el emperador, y sólo él, tenía autoridad para convocar asambleas religiosas, como el Concilio de Arles del año 314. Tal como explicaría un obispo contemporáneo: "La Iglesia era parte del Estado. La Iglesia había nacido dentro del imperio, no el imperio dentro de la iglesia". Por lo tanto era Constantino, y no el obispo de Roma, el que determinaba el momento y el lugar de los sínodos eclesiásticos e incluso como debía hacerse el recuento de votos. Sin su aprobación, no podían convertirse en instrumento legal; solamente él era el legislador del imperio.
Sería otra paradoja de la historia el que Constantino, un pagano, ideara la concepción de un concilio de todas las comunidades cristianas. Inspirado por su genio, declaró que sólo de este modo podría expresarse la fe de la Iglesia de manera indiscutible y perdurable. Ningún obispo de aquella época hubiese solicitado al obispo de Roma que decidiera sobre una cuestión espinosa relativa a las creencias.

En 321, tras derrotar a Licinio en Oriente, Constantino convocó el primer concilio general de la Iglesia. En el año 325, se reunió en Bitinia, en un lugar llamado Nicea, que quería decir "Victoria". Probablemente fue la asamblea cristiana más importante de la historia. El arrianismo, herejía que subordinaba la persona del Hijo a la del Padre, se había difundido por todo el mundo. La polémica no se limitó a la violencia verbal, fue sangrienta. Iba contra los intereses del emperador que los cristianos luchasen entre sí; estaban destinados a ser la fuerza estabilizadora del imperio. Le desalentó que, después de haberlos liberado de la persecusión, se despedazaran los unos a los otros a causa de la Santísima Trinidad.
En Nicea, progenitora de los concilios ecuménicos, se congregaron trescientos obispos, cuyo traslado fue gratuito. Salvo media docena, todos procedían del Oriente. Silvestre, obispo de Roma, no acudió; en su lugar envió a dos presbíteros. No hay ninguna duda de que Silvestre no tomó parte en la convocatoria del concilio ni intervino en su dirección. Estuvo controlado completamente por un emperador pagano. Lo reunió en la sala de su palacio. Según el testimonio del historiador Eusebio, Constantino era hombre de elevada estatura y enjunto, de gran elegancia y majestuosidad. A fin de realzar su presencia, abrió las sesiones "recubierto de púrpura, oro y piedras preciosas".
Muy pronto fue evidente que la mayoría de los obispos se inclinaban por las posiciones arrianas. Constantino no tenía preferencias teológicas, pero se alzó de su trono de oro para zanjar la polémica. Quizá sólo quiso demostrar que era el responsable. Propuso lo que vendría a llamarse "la noción ortodoxa" del Hijo de Dios, "una sola sustancia" con el Padre. Todos los obispos disidentes se echaron atrás, excepto dos a los que Constantino depuso con presteza y los expulsó con cajas destempladas. Luego escribió a Alejandría, donde los arrianos aún conservaban una posición poderosa: "Lo que ha complacido a trescientos obispos no es otra cosa que la voluntad de Dios".
No consiguió el resultado esperado. La "herejía" arriana continuó durante generaciones. Del mismo modo, el Estado se sumergió en los asuntos eclesiásticos. La política clerical sustituyó las prioridades evangélicas. La religión había dejado de ser importante, toda la importancia radicaba en la Iglesia. La consecuencia fue, como escribió Burckhardt, "la rapida desintegración de la Iglesia en la victoria".

El precio de la "conversión" de Constantino al cristianismo fue la pérdida de la inocencia. El cínico uso que hizo de Cristo, al que todos, incluyendo el obispo de Roma, condescendieron, implicó una profunda falsificación del mensaje evangélico y la inserción de unas orientaciones ajenas al mismo. A partir de entonces, el catolicismo floreció en detrimento de la cristiandad y de Jesús, que no quería tomar parte en el mundo de poder y de la política, que prefirió ser crucificado antes de imponer sus puntos de vista a nadie.

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