LA INQUISICION



Tan notable era la corrupción de la Iglesia apóstata en la Edad Media, que podemos fácilmente comprender por qué en muchos sectores de la tierra los hombres se levantaron en protesta. Muchos fueron los que rechazaron las doctrinas falsas de la Iglesia apóstata y del Papa, fijándose nada más que en el Señor Jesucristo y en su Palabra para su salvación. A éstos se les calificó de «herejes» y fueron perseguidos ferozmente por la Iglesia Católica Romana.

Uno de los documentos en los que se ordenó tal persecución, fue el inhumano Ad Exstirpanda, que fue editado por el papa Inocencio IV. Este documento declaraba que los herejes tenían que ser aplastados como serpientes venenosas. Sacerdotes, reyes y miembros civiles del sistema romano, fueron llamados a unirse a esta cruzada guerrera. Declaraba el documento que cualquier propiedad

que confiscasen les sería dada como propiedad con título limpio y además les prometían remisión de todos sus pecados como premio por matar a un hereje.

Este documento papal también aprobó formalmente el uso de la tortura contra los llamados «herejes». Algunos hombres se pasaban largos días ideando los métodos más crueles para producir dolor. Uno de los más populares fue el uso del estante. Esta era una larga mesa en la cual el acusado era amarrado de las manos y pies y lo estiraban por cuerdas y tablones hasta dislocarle las coyunturas y causarle gran dolor.

Para arrancarles las uñas usaban grandes pinzas o las ponían al fuego para después aplicarlas en las partes más sensitivas del cuerpo. Se usaban aparatos semejantes a tambores, donde ponían cuchillas y puntillas afiladas sobre las cuales los «herejes» eran colocados y rodados de atrás para adelante; tenían un destornillador de dedos, que era un instrumento hecho para desarticular los mismos y también las conocidas «botas españolas», que usaban para aplastar piernas y pies.

Tenían también la horrible “virgen de hierro”, que consistía en una figura hueca del tamaño y forma de una mujer, erizada interiormente de cuchillos dispuestos de tal forma, que el acusado era lacerado mortalmente cuando lo encerraban dentro de ella. Lo que hace estos actos más blasfemos, es que cada uno de sus medios de tortura eran rociados con «agua bendita» y en ellos se inscribían las palabras latinas Soli Veo Gloria, que significa «Gloria a Dios solamente».

Para hacerles denunciar a otras personas, desnudaban a las víctimas, ya fuesen hombres o mujeres, y las ataban fuertemente de los brazos y pies. Después las jalaban con una cuerda deteniéndolas en el aire; más tarde las soltaban para volverlas a jalar aún con más fuerza hasta dislocarles las coyunturas de brazos y piernas. La cuerda con que los amarraban les penetraba la piel hasta los huesos. Mientras contemplaban la ejecución de las torturas, los sacerdotes procuraban que el hereje recapacitara y se doblegara a renunciar a su herejía o a denunciar a hermanos de la misma fe.

Francisco Gamba, un lombardo de ideas protestantes, fue aprehendido y condenado a muerte en el año 1554 en Milán. En el lugar de la ejecución, un monje le presentó una cruz y Gamba le dijo: «Mi mente está tan clara pensando en los verdaderos méritos y bondades de Cristo, que no necesito un pedazo de madera sin méritos». Por decir esto, le atravesaron la lengua y después le quemaron.

A otros que rechazaban las enseñanzas de la Iglesia Romana les vaciaban acero candente en su oídos y bocas. A otros les sacaban los ojos y algunos fueron cruelmente azotados con látigos. A otros más les amarraban estacas y los forzaban a lanzarse al fondo de precipicios para que chocaran contra los peñascos y murieran lentamente de dolor. A otros los ahorcaban con músculos amputados de sus propios cuerpos o eran ahogados con orina o excremento.

De noche, las víctimas de la Inquisición eran encadenadas contra las paredes o al suelo en donde eran presa de ratas y serpientes introducidas adrede en estos cuartos de sangrienta tortura.

Y no solamente eran individuos y pequeños grupos los torturados y asesinados, sino que éste era también el destino de ciudades enteras que rechazaban los dogmas del romanismo. En 1209, por ejemplo, la ciudad de Beziers fue tomada por los cruzados, a quienes el Papa había prometido que si se alistaban en la guerra contra los herejes, entrarían directamente al cielo cuando murieran sin necesidad de pasar por el purgatorio. Varios historiadores relatan que 60.000 personas en esta ciudad perecieron por la espada de esos hombres, mientras que la sangre corría por las calles.

En 1211, en Lavaur, el gobernador fue colgado de la horca y los ciudadanos del pueblo quemados vivos. Los cruzados asistían a misa solemne por la mañana y luego procedían a tomar otros pueblos del área donde la gente había rehusado aceptar el dogma católico. Se estima que en este sitio perdieron la vida 100.000 albigenses en un solo día. Sus cuerpos fueron amontonados y quemados. El «clero» dio gracias a Dios por la grandiosa victoria para la «Iglesia» y se compuso un himno para cantar en honor de esa victoria.

Es notoria también la masacre de Merindol. Entre otras cosas horribles que ocurrieron en esta área, que había llegado a ser poblada por los valdenses (protestantes), 500 mujeres fueron quemadas en un establo y cuando algunas de estas infelices saltaban por las ventanas eran recibidas con lanzas.

En otros casos, las mujeres eran pública y despiadadamente violadas. Los niños eran asesinados ante sus padres, que asistían impotentes al horrendo crimen. Algunos niños fueron lanzados desde peñascos y otros eran despojados de sus ropas y arrastrados por las calles.

En la masacre de Orange, en 1562, se usaron métodos similares. A la armada italiana enviada por el papa Pío IV se le ordenó matar a hombres, mujeres niños. Esa orden fue ejecutada con suma crueldad se expuso al pueblo a la vergüenza y tortura como nunca se había visto antes. En el «día de san Bartolomé» del año 1572 hubo una sangrienta masacre en París donde murieron diez mil hugonotes protestantes. El rey francés fue a misa a dar gracias solemnes por haber sido asesinados tantos herejes. 'La corte papal recibió la noticia con gran regocijo y el papa, Gregorio XIII, ¡fue a la iglesia de San Luís a dar gracias por la victoria! El Papa ordenó que se acuñara una moneda conmemorando e1 acontecimiento. La moneda mostraba a un ángel con una espada en una mano y una cruz en la otra un grupo de hugonotes huyendo horrorizados de la presencia del ángel. Debajo figuraba la siguiente inscripción: Ugonottorum strages 1572, que significa la matanza de los Hugonotes de 1572».

Incluso después de casi trescientos años de la Reforma, leemos que en España, cuando fue invadida por las tropas napoleónicas, fue descubierta en Toledo una prisión de la Inquisición. El historiador de 1as guerras de Napoleón dice que era como abrir una tumba; los cautivos salían con unas barbas que les llegaban a la altura del pecho, sus uñas parecían garras de aves y sus cuerpos no eran más que esqueletos. Algunos de ellos hacía años que no respiraban el aire fresco. Otros estaban inválidos y deformes, pues habían permanecido en calabozos tan pequeños que no podían ni ponerse en pie. Al día siguiente, el general La Salle y varios de sus oficiales inspeccionaron el edificio cuidadosamente. Los instrumentos de tortura que hallaron les llenaron de horror.

Cualquiera de los papas hubiera podido suspender la inquisición con sólo poner su nombre y sello en pedazo de papel. ¿Pero lo hicieron? ¡No! Algunos los papas que son llamados «grandes» en la actualidad, vivieron durante esos sangrientos días. Ninguno de ellos hizo siquiera un intento serio por abrir las puertas de las prisiones, suspender el sangriento uso de los cuchillos o detener los fuegos asesinos que oscurecieron durante siglos los cielos de Europa.

Y ahora les pregunto a ustedes: ¿podría un sistema que instituyó tan horrible tribunal represivo durante la Edad Media, ser la verdadera Iglesia? Puede ser esta Iglesia que empleó métodos tan crueles, ser la Iglesia fundada por Aquel que dijo que debemos voltear la mejilla, perdonar a nuestros enemigos, hacer bien a los que nos aborrecen o nos desprecian, Aquel que, desde el madero donde había sido clavado, en el momento de- su muerte, dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»? ¿Podrían estos monjes y sádicos sacerdotes ser miembros de la Iglesia pura y sin mancha, la Novia de Cristo? ¿O podría su líder, el Papa de Roma, ser el representan- de este Cristo en la tierra? ¡No! ¡Un millón de veces, no!

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