El Vaticano y los Grandes Genocidios del Siglo XX (5)

Los grandes genocidios del S. XX.

Amargo fue el despertar del Vaticano en el S. XX, al descubrir que las prédicas papales sobre un nuevo sistema de gobierno con su visión moral fueron escuchadas, pero negándole toda autoridad moral para controlar la distribución de los bienes de la tierra. El tiro iba a salirle, en efecto, por otro lado. Repentina e inesperadamente apareció un nuevo brote ateo y despiadado de intolerancia antirreligiosa en la revolución bolchevique rusa, que se hizo eco de tales prédicas sociales papales, a menudo citándolas, pero sin reconocer en nada al pontificado romano (Megalomanía, 63).

1. El genocidio comunista ateo.

Quedaban monarquías autoritarias por destruir todavía en el lado oriental, pero que estaban ligadas a la Iglesia Ortodoxa. La revolución marxista-leninista encontró su camino con este fin, primeramente en la Europa oriental. Cayó en un momento propicio cuyo terreno habían abonado admirablemente las encíclicas papales que reclamaban justicia social en favor de las masas trabajadoras, con denuncias contra el capitalismo que confirmaban la posición de Marx. Pero por tratarse de una revolución atea, la visión moral que reclamaba tener el papado para redistribuir los bienes de este mundo no era tenida en cuenta. En ese nuevo ordenamiento mundial, el papado quedaba otra vez fuera del juego, y corría el riesgo de ser totalmente destruido.

La religión era considerada ahora como el “opio” del mundo, y los genocidios humanos comenzaron a multiplicarse con cifras jamás alcanzadas antes. Sólo en Ucrania, seis millones de campesinos fueron brutalmente aniquilados en las purgas soviéticas (una réplica de las purgas inquisidoras que en el medioevo habían estado en manos de los sacerdotes católicos). ¿Qué no decir de los demás millones que fueron sacrificados en el resto de la Europa oriental, y posteriormente en el Asia, en un intento de limpiar el mundo de los religiosos y burgueses que se habían apoderado de los bienes de las clases trabajadoras?

El mismo freno que le impusieron los poderes seculares a la Iglesia de Roma desde la Revolución Francesa comenzó a serle impuesto, desde esta nueva revolución en el S. XX, a la Iglesia Ortodoxa en los países orientales, así como a las demás religiones asiáticas y paganas en donde fueron repitiéndose los horrores de Francia. Se trataba, ahora, de una guerra contra todos los credos, en manos de gobiernos comunistas ateos que amenazaban con destruir no sólo el cristianismo oriental, sino también la civilización occidental, y aún toda otra religión y cultura. El mundo cristiano entero—en cumplimiento de lo que había escrito la pluma inspirada en vísperas del S. XX—parecía como una mole a punto de desmoronarse en ruinas, como resultado de la predicación de los principios ateos que habían convulsionado a Francia poco más de un siglo atrás (Conflicto de los Siglos, cap 37 en castellano).

2. Dilema papal causado por el comunismo.

Bajo un contexto tal, ¿cambiaría el pontificado romano su prédica? ¿Se volcaría en favor de los regímenes capitalistas occidentales para librarse del avance intempestivo del mundo comunista? ¡No, por supuesto que no! ¡El magisterio romano es infalible!

En su encíclica Immortale Dei, La Constitución Cristiana de los Estados (1885), el papa León XIII había insistido en su condenación al protestantismo con su principio de “libertad de conciencia”, que interpretaba cómo dejar hacer a quien quisiese lo que se le diese la gana. Ese principio interrumpía la conexión ordenada de alma y cuerpo, volvió a enfatizar León XIII, en el ejercicio de la autoridad. Por consiguiente, un capitalismo que permite comprar y vender libremente, sin controles, no puede traer paz sino violencia por la injusticia que genera.

A pesar de percibir el contraste entre el genocidio salvaje comunista y la libertad económica y política de Occidente, el Vaticano siguió condenando los regímenes democráticos capitalistas occidentales durante todo el S. XX. Pero sumó en su prédica otra condena a los regímenes comunistas y colectivistas ateos por su carácter antirreligioso, y por su apropiación de toda propiedad. Roma no podía aceptar una “colectivización completa” como se daba en el comunismo, con un Estado no sólo controlador sino también dueño de los bienes de la sociedad (Megalomanía, 57). Los bienes intocables de la Iglesia corrían riesgo con una centralización estatal semejante (manejada por un partido ateo), tan excluyente como para no aceptar ninguna religión en su medio, ni menos una visión espiritual presuntamente superior.

Pero, ¿a quién recurrir para frenar la democracia y lograr otra vez el reconocimiento de los pueblos de la tierra? Asombra ver que ni en la primera mitad del S. XX pierde el papado toda esperanza en el resurgimiento y fortalecimiento del sistema monárquico, especialmente en Austria, un país tradicionalmente católico. Aún así, se da cuenta que algo debe hacer también para congraciarse con las masas presuntamente explotadas de la época moderna. Todo esto, sin perder su convicción de que la autoridad debe descansar en el tope, no en el fondo; en una persona, no en muchas; para poder hacer prevalecer la unidad que garantiza la paz. Su presunta devoción por las masas le sirve, en efecto, de pretexto moral para justificar su visión piramidal del poder.

En 1931, Pío XI volvió a insistir en su encíclica Quadragesimo Anno (Sobre la Reconstrucción Social), que “el estado debe encargarse de armonizar la propiedad privada con las necesidades del bien común...”. “El correcto ordenamiento de la vida económica”, insistió, “no puede dejárselo librado a una libre competencia de fuerzas...” Según él, debe mantenerse la competencia libre “dentro de ciertos límites..., sujetados y gobernados por un principio directivo efectivo y verdadero” (Megalomania, 65).

El criterio sobre el que se basó Pío XI, y continúan basándose las encíclicas papales hasta hoy, es el que tomó Tomás de Aquino de Aristóteles. ¿En qué consiste? En admitir el derecho a la propiedad privada, pero negar su uso privado. Se acepta que la riqueza se herede, pero se condena como inmoral su obtención mediante el comercio. La “ganancia” era considerada como egoísta y dañina. Así, la Iglesia Católica rechazó el comunismo político, afirmando que el Estado debe respetar la propiedad privada. Pero en oposición al capitalismo occidental, declaró que su uso es social, no particular (Megalomania, 53).

Un problema adicional y fundamental que no debemos olvidar en todas estas bonitas prédicas papales, tiene que ver con el ejercicio de la autoridad. El control económico y político debe venir de arriba—según el papado—de un poder centralizado, de una persona que encarna la autoridad divina y la impone sobre los que están debajo. ¿Trajo un sistema tal un mejor estilo de vida en el medioevo? Aún en la época moderna, sus mecanismos de control exigidos por la iglesia a los gobiernos civiles comprometidos con el catolicismo, no han hecho otra cosa que trabar el desarrollo económico y fomentar la pobreza y la corrupción en todas sus formas. Los más grandes dictadores y sistemas de poder abusivos y explotadores del S. XX, se dieron mayormente donde el “vivo”, el “afortunado”, logró trepar a la cúspide y para robar. No debía extrañarnos que eso sucediera bajo una orientación en donde se debilitaba el esfuerzo individual y responsable para lograr metas individuales, prometiendo en cambio una compensación monetaria a la ociosidad y negligencia.

Hagamos un paréntesis para adelantar aquí que, cuanto más grande es el control estatal, más dependiente hará a la gente de ese poder central. El éxito de todo gobierno consiste, sin embargo, en educar al hombre, al ciudadano, para que se gobierne solo. De allí que a la iglesia le compita trabajar únicamente sobre las conciencias individuales sin forzar la voluntad, para que sean regidas por la Palabra de Dios y la labor conjunta del Espíritu Santo, no por el temor de enfrentar autoridades externas y “superiores”. Si no se logra elevar al hombre a un plano de responsabilidad individual, de nada servirán todas las prédicas sociales de control que se establezcan sobre él.

Aún así, las leyes sociales que se establezcan para evitar los abusos, deben responder a criterios establecidos sobre bases democráticas, no monárquicas ni dictatoriales. Los gobernantes no están ni deben estar fuera de las diferentes facciones de la sociedad. Los hombres no cambian su naturaleza cuando asumen un cargo público. Por consiguiente, un sistema de auditoría, revisiones y equilibrios para confrontar las diferentes facciones dentro del gobierno, es necesario para controlar al gobierno mismo. Pero una monarquía o sistema dictatorial no admite ninguna limitación del poder de los gobernantes, ni tampoco la libertad (Megalomania, 159).

De nuevo se despacha Pío XI y en términos categóricos en la misma encíclica de 1931, contra el manejo del dinero y la usura. Mientras que durante la Edad Media, la Iglesia impedía a los católico-romanos cobrar intereses de los préstamos, los judíos en la protestante Holanda se transformaban en los primeros banqueros de Europa y del mundo. De manera que la denuncia católica contra los banqueros, era una denuncia tradicional contra los judíos. Podemos imaginarnos, en este contexto, hasta qué punto las encíclicas papales estaban preparando el terreno para los tremendos baños de sangre contra los judíos que comenzarían en esa misma década (Pope’s Hitler, 24-28).

3. Presunta solución.

Si el capitalismo occidental con su respeto no sólo a la propiedad privada sino también a la libertad empresarial debía ser condenado, y el comunismo estatal que controlaba el intercambio comercial pero que eliminaba la propiedad privada tampoco satisfacía al pontífice romano, ¿qué sistema de gobierno podía cuadrar con su visión político-económica? ¡Por supuesto, uno en donde la autoridad se estableciese en la cabeza, no en los pies; en la cúpula, no en la base! Y esa autoridad debía centrarse en una persona para lograr más fácilmente la unidad, y en correspondencia y sumisión a la autoridad superior pontifical romana.

Es en este contexto que aparece la otra rama del genocidio del S. XX, en manos de regímenes fascistas dictatoriales. Esos nuevos sistemas de gobierno se ajustan de una manera admirable a todas las encíclicas papales que versaban sobre economía y justicia social. Por tratarse de un punto intermedio entre el capitalismo democrático-republicano y el comunismo ateo, fue visto por la Santa Sede como “providencial”. Por identificarse con la iglesia católico-romana y apreciar en cierta medida, esa visión moral político-económica-religiosa superior de Roma, se esperaba que el mundo podría volver otra vez a recuperar su ordenamiento social medieval presuntamente querido por Dios. Pero, ¿qué es lo que realmente pasó? Que el mundo debió enfrentarse en el acto a una tiranía teocrática y excluyente que revivió en pleno siglo XX, y en una magnitud insospechada, todos los genocidios conocidos de la edad anterior.

El papado confiaba en que tales regímenes dictatoriales y totalitarios iban a liberar al mundo de los dos supuestos extremos existentes para entonces, esto es, el capitalismo democrático protestante presuntamente desenfrenado occidental, y el comunismo socialista ateo y anticlerical oriental. El lugar que habían perdido los reyes según el modelo monárquico medieval, debían ocuparlo ahora los dictadores según el nuevo modelo fascista y nazista moderno. Esta era una opción notablemente “providencial” que se le presentaba para entonces al Vaticano, mediante la cual esperaba otra vez gozar del poder absolutista que había ejercido por más de 1200 años. Y el carácter cruel y despótico que caracterizó al papado por tantos siglos, iba a reaparecer en forma espontánea y dramática durante el S. XX, en el proceso de recuperar y afirmar su supremacía perdida.

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