12 de enero de 2010

Rituales Antiguos



1. Rituales antiguos de demonización



Entre los pueblos antiguos existió con muchas variantes, un rito de demonización de cosas materiales, animales y hasta personas. La obra más tradicional que se encargó de traer ejemplos de este tipo al por mayor en todas las culturas, es la de J. G. Frazer, The Scapegoat (VI, 1913). Desde entonces se han ido publicando otros libros con mayores ejemplos tomados de la arqueología y de la historia. Lo que resaltan esas obras es la idea de sustitución de la desgracia humana buscada como algo inherente a la naturaleza de nuestra raza. Se busca liberación del mal poniéndolo sobre otro.



Entre los cananeos se daban substitutos a los poderes de los mundos subterráneos para permitir salir libre a Baal. Siendo que Baal era el dios responsable de la fertilidad de la tierra, su liberación redundaba también en la liberación del mal que podía sufrir la gente con sus plantaciones.



También se ofrecían sacrificios a los machos cabríos, símbolos estos de demonios (seirim), con el propósito de librarse de maleficios. Dios prohibió a su pueblo en la antiguedad tales ritos (Lev 17:7). Pero la atracción por tales ritos macabros fue tal que se practicó durante gran parte de la historia de Israel en los así llamados “lugares altos” que algunos reyes reformadores decidieron finalmente destruir (1 Rey 12:31-32; 2 Crón 11:14-15; 2 Rey 23:8). Aunque tales ritos procuraban aplacar la ira de los demonios, el propósito buscado era la liberación de su poder entregándoles animales y aún niños para ser degollados.



Sacrificios humanos

La mente y el corazón humanos se resisten a imaginarse que por tantos siglos se hubiesen estado practicando entre los fenicios y los cananeos (pueblos emparentados), rituales de liberación mediante el deguello de niños inocentes. No se puede decir que eran ritos de demonización en el sentido de que esas víctimas inocentes eran la causa de los males de otros, o el medio de soltar la furia del ofrendante sobre tales víctimas inocentes. Más bien se los entregaban a los dioses-demonios para que éstos descargasen en ellos la furia que, de otra manera, debía caer sobre los padres o mayores que los ofrecían. Un principio semejante, sin implicaciones necesariamente demoníacas, aparece en la Biblia en los relatos en los que un marido o un padre quieren dar su esposa o sus hijas para que los habitantes furiosos las abusen y no les hagan a ellos mismos ningún mal (Gén 19; Juec 19).

La práctica de sacrificar niños fue común entre los cananeos y los fenicios. Los ofrecían en momentos de crisis para una ciudad que podía ser destruida, en ceremonias anuales que tenían como propósito el bienestar de la ciudad, o de una manera individual para salvar al resto de la familia durante una epidemia. La madre llevaba a su hijo y debía permanecer erguida sin derramar ninguna lágrima ni lamento, porque de lo contrario su hijo era degollado igualmente y el ritual no le servía para nada. Los que no tenían niños podían comprarlos de la gente pobre. Los gritos desesperados de los niños eran cubiertos con fuerte ruido de flautas y tambores para que no llegasen al pueblo.

El nombre del recinto en donde se sacrificaban los niños y a veces ya mayores era Tofet, y el tipo de sacrificio se lo conocía como mulk (el Moloc de la Biblia). Luego de degollar al niño, el sacerdote lo hacía rodar por los brazos inclinados de una estatua que representaba al dios-demonio, hasta caer dentro de un espacio ahuecado lleno de fuego. En los cementerios antiguos de esos pueblos se encuentran estelas con monótonas repeticiones como: “La estela de un noble-moloc cuyo nombre era Naham; (dedicado) a Baal Hamon, el Señor, quien escucha el sonido de mi petición”. La arqueología revela que los huesos encontrados en tales recintos en Cartago y Siracusa son mayormente de pequeños que van del estado fetal a cuatro años.

Un maleficio

En algunos casos, el deguello del hijo más querido pretendía no sólo liberación de un mal o peligro, sino también volcar la furia de los dioses-demonios contra los enemigos. Viéndose perdido en batalla, el rey Mesa de Moab decidió degollar a su hijo primogénito sobre el muro de una ciudad en la que los israelitas lo habían acorralado. Cuando los israelitas vieron eso, en lugar de acabar con él tuvieron temor y lo dejaron libre. El texto dice “y hubo gran enojo contra Israel”, un enojo supersticioso, o más bien, un temor de recibir la ira del dios-demonio que estaba para destruir al rey de Moab y su gente (2 Rey 3:27). El rey Mesa hizo una estela de piedra para conmemorar lo que interpretó como victoria suya sobre Israel.

Un principio equivalente se ve hoy en la brujería moderna o magia negra, en donde mediante ritos particulares se invoca al demonio para destruir a otra persona. En lugar de pagarle a un sicario para que mate al contrincante o a la persona indeseada, se hace un pacto con el demonio. En este contexto son apropiadas las advertencias divinas dadas por el profeta Isaías.

“Vosotros os jactáis, diciendo: ‘Pacto hemos hecho con la muerte, y acuerdo con la sepultura. Cuando pase el turbión del azote, no llegará a nosotros, porque nos hemos refugiado en la mentira, y en la falsedad nos escondimos. Por eso, así dice el Señor: ‘Yo pongo en Sión por fundamento una Piedra: piedra probada, angular, preciosa, de cimiento seguro. El que crea, no vacilará. Pondré la justicia por cordel, y la rectitud como plomada. Granizo barrerá el refugio de la mentira, y las aguas arrollarán el escondrijo. Vuestro concierto con la muerte será anulado, y vuestro acuerdo con el sepulcro no será firme. Cuando pase el turbión del azote, os aplastará” (Isa 28:15-18).

Prohibición divina

Los sacrificios de infantes inocentes fueron considerados por la revelación divina como el colmo de la abominación cananea, y la razón principal para deshalojarlos de la tierra que prometió a su pueblo (Deut 12:29-31). La ley del taleón debía aplicarse a los padres de Israel que violasen la prohibición divina entregando sus hijos a los demonios (Lev 20:2-5). Ritos tales eran incompatibles con el carácter de amor de Dios.

Más allá de la pérdida de vidas, se percibe en el sacrificio de los infantes un principio que hoy muchos continúan practicando. Es una búsqueda de salvación propia a expensas de los indefensos. Es una búsqueda de vindicación propia a expensas de los inocentes. Es una búsqueda de liberación propia que ignora y abandona a los débiles y menesterosos. Es una traición criminal hacia criaturas dependientes y confiadas. Y en los casos en los que la ofrenda de un pequeño se dió sin un peligro inminente, con el deseo de obtener prosperidad, se trató de un acto canalla y miserable por el que se deshicieron de los demás.

Cierto presidente de campo decía hace un tiempo atrás: “A mi no me importa lo que diga la gente. Yo hago lo que creo que tengo que hacer y eso me basta”. Consternado por cómo “barría” gente mi padre le respondió, cierta vez: “A Ud. no le importará lo que diga la gente. Pero a la Iglesia le importa, y a Dios también. ¿Quién es Ud.? ¿Es un Moloc a quien hay que incenzarle víctimas?”

Por supuesto, hoy no se los deguella como antes. Ni se los manda necesariamente al infierno. Pero los que en aras de bautismos (números), progreso o terminación de la obra, honor y santidad de la causa, pasan por encima de la gente, deben descubrir a la postre, de buena o mala gana, que lo que lograron fue hacer un gran revoltijo con mucha gente perdida innecesariamente en la redada. Es como muchos que para vencer la gripe toman antibióticos que los dejan débiles por una semana, mientras que otros se aguantan el resfrío por la misma cantidad de tiempo sin que sus fuerzas se menoscaben.

La obra no crece más a los empujones y pedradas que cuando continúa predicando y reflejando la imagen del buen pastor que cuida las ovejas, y hasta da su vida por ellas (Juan 10; 1 Ped 5:2-3; véase Gén 33:13; Isa 40:11). Cuando un presidente atropella presumiendo hacer avanzar la misión sin tener en cuenta la edad, la salud, los dones diferentes de ministros y hermanos, logrará hacer entrar los corderos a los baldazos, pero los terminará sacando a los latigazos. No se puede hacer prosperar la fe mediante ejércitos ni por fuerza, sino con el Espíritu del Señor (Zac 4:6; Isa 61:1-3; Luc 4:18-19).

Hace unos años atrás me decía un amigo que enseñaba en una universidad Teológica. “Tenemos por fin a un presidente (director) que es administrador de personas, no de instituciones”. Le pregunté: “¿qué quieres decir con eso?” Me respondió: “Que no sacrifica personas para salvar [o hacer crecer] la Institución”. Pensé entonces: “Ese administrador es un verdadero pastor”.

La prueba de Abraham

¿Podemos imaginarnos la consternación de Abraham, cuyos altares contrastaban tan grandemente con el de la gente de sus días que sacrificaban niños, cuando Dios le pidió que le entregase su único hijo? (Gén 22). Lo que Dios hizo fue probar a Abraham, para hacerle ver lo que Dios iba a sufrir al entregar a su Hijo por todos nosotros. No se trató en el caso divino de una entrega del Padre sin consentimiento del Hijo (Juan 10:17-18). Fue una entrega mutua, porque en la muerte del Hijo de Dios se entregó el Padre también. Ni el Padre ni el Hijo buscaron escapar al sacrificio para librarse a sí mismos.

Recuerdo cuando un pastor que estaba cerca de la jubilación pedía que orasen por su hijo que tenía cáncer. “¿Por qué no a mí, que ya he vivido?”, decía. ¡Cuánto anhelaba ser él la víctima para que su hijo no muriese! Otros padres, sin embargo, al ver que su hija se había bautizado, comenzaron a organizar bailes en su casa buscando alejar a la hija de Dios. Esa es otra manera de entregar los hijos a los demonios, sin que parezca tan criminal ahora, pero cuya crueldad se verá más dramáticamente a la postre cuando el ajuste final de cuentas le llegue a cada ser humano.

La transformación de un demonizado en amigo

Hacía 300 años que habían cesado los sacrificios de niños entre los fenicios para cuando llegó el Señor. La ternura de corazón se había recuperado en muchos hogares que con horror hubiesen rechazado la perspectiva de sacrificar a sus hijos. Por un hijo muchos podrían declarar que estaban dispuestos a morir antes de aceptar que él muriese por ellos. Pero, ¿morirían por un amigo? El amor de Dios fue más allá. “Nadie tiene más amor que aquel que da su vida por sus amigos” (Juan 15:13).

¿Y qué decir de un enemigo? ¿Acaso no es nuestro enemigo el mejor candidato para demonizar? ¿Por qué tengo que pagar yo por él? ¡Si se las buscó, que pague las consecuencias! “Pero Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” para que seamos “salvos de la ira. Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; mucho más, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida” (Rom 5:8-10).

Sólo el amor de Dios puede librar un alma demonizada como enemiga para transformarla en amiga. Esa es la misión del cristianismo (Mat 5:38-48), y la característica más significativa que distingue a un cristiano de un pagano (v. 46-47). Esta es la razón fundamental por la que el cristianismo pudo conquistar el imperio romano sin armas. Amando a los enemigos, bendiciendo a los que los maldecían, y haciendo bien por los que los aborrecían, hasta orando por los que los maltrataban y perseguían, revelaban por tal bondad que eran hijos del Padre celestial (v. 44-45).

Esto nos muestra que un ministro o pastor que no busque ganar a sus presuntos enemigos para transformarlos en amigos podrá ser un pastor, pero no del Señor. Tal vez sus esfuerzos no logren ganar a todos, y deba tomar medidas para salvar las ovejas de los salteadores (véase Juan 10:1-5,8,12-13). Pero eso no quita que la mejor manera de vengarse es amontonando ascuas sobre la cabeza de los que se pretenden enemigos (Prov 25:21-22; Rom 12:20-21). Más culpable y más miserable se logrará hacer sentir al que busca el mal.

La entrega final de los impíos a los demonios

A menudo consideramos como sacrificio la entrega de animales inocentes que cargasen el pecado del pueblo. Dios lo requirió también pero no para entregarlos a los demonios, sino para que le trajesen la carga de pecado transferida a su santuario y de esa manera liberar a los pecadores (Lev 4-5). Los que rechazaban ese sacrificio que debía ser efectuado en su santuario debían morir (Lev 17:8-11), y la tal muerte era considerada un sacrificio no substitutivo (Ezeq 39:17-20; Isa 34:5-6; Jer 46:10; Sof 1:8-11). Al requerir que no se ofreciesen sacrificios fuera de su santuario, el Señor quiso evitar que ofreciesen sacrificios a los demonios (Lev 17:7). El único que podía liberarlos era El mismo, por lo cual debían venir con su carga de pecado a su santuario.

El rey Salomón permitió que sus mujeres extranjeras apartasen su corazón al punto de permitirles levantar un Tofet en las afueras de las murallas de Jerusalén. La sensualidad insensibiliza los sentidos espirituales y humanitarios, como se ve probado vez tras vez con padres que abandonan sus hijos por irse detrás de un amor prohibido. Aunque más tarde el rey Josías destruyó esos lugares abominables (2 Rey 23:10,13), la ira de Dios no se apartó del todo de su pueblo (v. 26-27).

Ese Tofet en donde se sacrificaron seres humanos en las afueras de la ciudad se transformó en una ilustración del juicio final. Se encontraba en el valle del hijo de Hinom, que traducido al griego terminó significando gehena (ge-hinom). ¿Qué es la gehena bíblica de la cual habló Jesús? No es un infierno eterno, sino simplemente un lugar donde Dios sacrificará a todos los que se rebelaron contra él (Mat 10:28), más definidamente, el lago de fuego (Apoc 19:20), y cuyas consecencias son eternas (Abd 16).


El Oeste

La gehena se encontraba al oeste de la ciudad de Jerusalén y del templo de Dios. En el mundo antiguo, el oeste era el lugar mitológico de los demonios (donde se encontraba el mar y de donde aparecían los monstruos marinos, incluyendo el leviatán: Job 40:25ss), aún en Babilonia.


El este, en cambio, es símbolo de liberación. La gloria de Dios debía provenir del oriente, en donde se encontraba el portón del templo (Ex 27:13-16; Eze 43:1-5; 44:1-2; cf. 2 Crón 7:1-3). El Mesías provendría de la tribu de Judá (Gén 49:10; Miq 5:2), y fue llamado “el León de la tribu de Judá” (Apoc 5:5). En el desierto, esa tribu habitaba “en el este” (Núm 2:3). Ciro, el ungido del Eterno, también vendría del oriente para liberar al pueblo de Dios cautivo en Babilonia (Isa 41:25; 44:28; 45:1; 46:11). Jesús también, tipificado por Ciro, vendría del oriente, de donde sale el sol, para liberar al Israel espiritual de la Babilonia mística (Apoc 16:12; cf. Dan 11:44; Os 6:3; Mal 4:2; véase Luc 1:17,17-19; Mat 24:27; 2 Ped 1:19; Apoc 22:16; 7:2).


Bajo este contexto, no es de extrañar que los que se dirigían al oeste de Jerusalén para entregar los hijos más queridos al sacrificio, entendiesen que los estaban entregando al demonio mismo, mandándolos directamente al infierno para que los demonios los dejasen tranquilos. Los nombres Môt (“muerte”), Deber (pestilencia), Qeteb (“contagio”), eran personificados entre los cananeos en el “dios de la muerte”, el “demonio de la pestilencia”, y el “demonio del contagio” (Sal 91:6; Cant 8:6). Aunque cierta discusión hay por saber si los israelitas personificaban también la muerte, la peste y el contagio, es claro que la causa primaria del mal la atribuían a los demonios. Siendo que solían ofrecerse los hijos para escapar de la peste, ¿cómo evitar asociar la entrega de esos pequeños inocentes a los demonios mismos?

Cuando la compasión divina se esconde

Cuando “la compasión” divina se escondió de su pueblo, Dios los entregó al enemigo, literalmente, a los dioses de la muerte, de la peste y del contagio, en el lugar de los muertos (Seol), según se ve en la triste descripción de Os 13:14. Los reyes de Asiria eran un prototipo del “príncipe de este mundo”, quien los movió para que viniesen y destruyesen al pueblo de Dios. El Señor parece vacilar, como si le costase entregar su pueblo a los demonios. La esperanza de todo un pueblo se da en la nueva generación. Pero cuando nace el heredero aún retardado, se descubre que es un tonto o imbécil (v. 13), incapaz de otorgar liberación y redención. El Señor se pregunta entonces, literalmente: “¿los rescataré de la mano del Seol? ¿Los redimiré de Môt? ¿Dónde está du Deber, oh Môt? ¿Dónde tu Qeteb, oh Seol?” El es el único que puede librar a su pueblo del poder de los demonios. Viendo la apostasía irremediable de su pueblo concluye con la sentencia: “La compasión se esconde de mi vista” (v. 14).

Esta terminología ha permitido ver que la raíz ‘azaz, “fiero”, “cruel”, se la ligó en ocasiones a môt, “dios de la muerte”, dando como resultado ‘azamôt, esto es, “dios cruel de la muerte”. Este vocablo se lo aplicó tanto a personas como a lugares (2 Sam 23:31; 1 Crón 11:31(33); Esd 2:23-24; 1 Crón 8:36; 9:42; 12:3; 27:25; Neh 7:28; 12:29: los masoretas procuraron evitar tal asociación vocalizando ‘azmavet en lugar de ‘azamôt). La ley levítica del ritual del Día de la Expiación que requería la transferencia de los pecados acumulados en el santuario durante el año al desierto, al lugar del diablo, declaraba que el animal substituto del demonio se llamaba ‘azazel, esto es, “dios fiero o cruel” (Lev 16:8,10)

Dios entregará finalmente el mundo entero, con excepción de su remanente, al lugar de los demonios, al abismo, a la muerte eterna (Apoc 20:1-3). La horrenda práctica demoníaca que por tantos siglos llevaron a cabo los cananeos y los fenicios entregando sus hijos o los hijos de otros a los demonios para librarse ellos mismos, terminó ilustrando el juicio final en donde toda la furia contra el mal terminará cayendo sobre los que habrán rechazado la gracia de Dios. Esa sangre limpiará a los inocentes que habían descendido a la tumba cargados de infamia, así como al pueblo y la tierra que el Señor redimió (Núm 35:33-34; Deut 17:7,12; 19:13,19; 21:9,21; 22:21-22; 24:7; Juec 20:13).

“El ángel de la misericordia está plegando sus alas, preparándose para descender del trono, y abandonar el mundo al gobierno de Satanás”. Entonces “todos los elementos de contención se desencadenarán. El mundo entero será envuelto en una ruina más espantosa que la que cayó antiguamente sobre Jerusalén”.

El Tofet de Dios

La visión más aterradora con respecto a este tema la encontramos en Isaías 30:27-33. Dios declara allí que tiene un Tofet para los enemigos de su pueblo que vengan y rodeen su ciudad con el propósito de destruirla (a los judíos masoretas les pareció, de nuevo, demasiado horrendo el que Dios se presentase como moloc, por lo cual vocalizaron ese término por melec, “rey”: v. 33). El mismo es ahora el Dios al que le van a sacrificar seres humanos, más definidamente los invasores de Asiria, prototipo del imperio opresor. La descripción espeluznante de Dios y lo que hace no es otra cosa que una paráfrasis de lo que hacían los cananeos en esos rituales macabros antiguos.

Dios tiene los brazos extendidos hacia abajo, como los dioses-demonios en los Tofets (v. 30). También hay música con “panderos y arpa” (v. 32). Algunas versiones traducen Tofet por “lugar de incendio” (v. 33), ese espacio ahuecado o pira donde se prendía una hoguera para quemar a los niños que se sacrificaban. El soplo de Dios lo enciende como si fuese un fuelle para avivar las ascuas. Es como si Dios dijese: “vengan contra mi pueblo, naciones todas, que tengo preparado para Uds. un gran lugar de sacrificios humanos. No habrá misericordia. Nadie los escuchará porque habrá mucha música para que nadie pueda compadecerse por el grito de angustia que darán”.

“Pero vosotros tendréis canción, como en noche de fiesta (una referencia a la fiesta final de la cosecha: Lev 23:34-43), y alegría de corazón, como el que sale al son de la flauta para ir al monte del Señor, el Fuerte de Israel” (Isa 30:29). Los que buscaron refugio dentro de las murallas de la ciudad de Dios estarán seguros. “Y saldrán y verán los cadaveres de los hombres que se rebelaron contra mí [en el valle de Hinom o gehena, en el Tofet que había fuera de las murallas de Jerusalén: véase Apoc 20:9]. Los gusanos que los coman, no morirán; y el fuego que los devora, no se apagará. ¡Serán abominables a toda carne!” (Isa 66:24). [Isaías no profetizó la inmortalidad del guzano, sino su obra completa de devorarse los muertos: Job 24:20; Eze 28:16,18-19; Mal 4:1].

Pacto con los demonios para librarse de la enfermedad

Entre las costumbres babilónicas relacionadas con la búsqueda de liberación de la enfermedad estaba el de buscarse un mashultuppû, que consistía en un animal con cuernos como el “macho cabrío” o incluso el cerdo. Ponían las partes del cuerpo del animal en contacto con las partes correspondientes de la persona enferma con el propósito de expulsar al demonio, fuente de todo mal. A diferencia del ritual hebreo del Día de la Expiación que soltaba el macho cabrío vivo por el desierto, el macho cabrío babilónico o el cerdo eran sacrificados. De todas maneras, enviaban igualmente los restos a lugares deshabitados, áridos (sêru), del oeste (ereb samsi). Lugares descriptos de esa manera eran identificados con los mundos subterráneos de los demonios.

Aunque tal ritual mágico implicaba la creencia en el origen demoníaco de la enfermedad, no parece haberse llevado a cabo como una inculpación a los demonios. Más bien se les ofrecía un pago sangriento de un animal para que se conformasen y se fuesen. Seguimos, por consiguiente, dentro del principio de hacer un pacto con el demonio, o como dice Isaías, con Möt, el dios de la muerte (Isa 28:15: beri’t ’et môt, vocalizado mevet por los masoretas). Pablo más tarde se referirá al mismo ser cuyos nombres varían según el lugar y el momento, como aquel que tenía “el imperio de la muerte” pero de cuyo poder el Señor nos libertó (Heb 2:14; véase Jud 1:9).


Por supuesto que no hay liberación mediante un pacto con el diablo. Según ya vimos, ningún pacto hecho con el dios de la muerte puede prevalecer porque se basa en la mentira y, tarde o temprano, Dios lo romperá (Isa 28:15-18). Los que recurren aún hoy a un pacto con el demonio mediante hechizos o brujerías, podrán salvarse momentáneamente de la enfermedad, pero quedarán atrapados con el diablo en una relación de pertenencia de la que no podrán librarse a menos que el Señor intervenga, en su misericordia, para romper esas cadenas que los tendrán sujetos de por vida.

¿Cómo nos liberó el Señor del poder de aquel que tenía el imperio de la muerte, y nos tenía a todos sujetos a esclavitud por el temor de la muerte? (Heb 2:14-15). Descendiendo a las partes más bajas de la tierra (es decir, al lugar de los muertos y de los demonios que pretenden tener señorío sobre esos lugares), y levantándose de allí por el poder de vida que tenía en sí mismo (Ef 4:8-10; véase Hech 2:24). Fue así que el Señor “destruyó la muerte, y sacó a luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio” (2 Tim 1:10). Mediante la predicación del evangelio, todos los que están sometidos al príncipe de la muerte son liberados, y cuentan con la promesa divina de salir de la tumba por el mismo poder que sacó al Hijo de Dios del sepulcro.

Tentaciones actuales equivalentes

Los que hacen un pacto con el diablo no se dan cuenta de que no se liberan de él. Tal vez el diablo los deje tranquilos porque sabe que le pertenecen, y de esa manera logre atraer más gente al tipo de liberación que ofrece. Aunque no se puede decir que se autodemonizan, una cosa es clara y es que tarde o temprano caerán en sus fauces. Es como los gatos que juegan con las lagartijas o los ratoncitos dándoles la impresión de que pueden escaparse. Los dejan atontados por un tiempo, pero cuando vuelven en sí e intentan zafarse, no pueden.

Los que recurren a los demonios para librarse de un mal o enfermedad quedan bajo el arbitraje del diablo de por vida, a menos que el evangelio llege a sus oídos, clamen a Dios y, en su misericordia, el Señor les extienda su compasión. Los que se libran mediante una brujería quedan, además, a un paso de procurar demonizar a otros que les son un obstáculo, cuando la oportunidad se les presenta.

El destino del mal en campo enemigo

El principio de liberarse del mal enviándolo a campo enemigo, tan atestado hoy en muchas culturas diferentes, ya se practicaba entre los pueblos antiguos no solamente en Babilonia, sino también entre los hititas. Si no se elegía un prisionero para que muriese siete días después en lugar del rey en una situación de peligro, se lo soltaba en territorio enemigo llevando todo el mal que, supuestamente, debía caer sobre el rey. Los hititas, además, enviaban un carnero a tierra enemiga coronado con muchas cuerdas de lana de diferentes colores, para aplacar la ira de los demonios. De esa manera intentaban librarse de la desgracia, echándola sobre los enemigos. La ceremonia de expulsar el mal a tierra enemiga era acompañada de diversos tipos de ritos mágicos con sacrificios de ovejas negras, perros, becerros, etc.

Uno de los rituales hititas llama la atención. Ataban un carnero durante la noche frente a la tienda del rey. Al romper el alba traían vino, cerveza, pan, y una prostituta. Los generales ponían sus manos sobre el carnero, y oraban al dios que era responsable de la plaga, para que aceptase la ofrenda y quitase el mal. Los generales se postraban delante de la mujer decorada, y la hacían luego pasar, junto con el carnero, por la cama del enfermo. Luego los soltaban libres en el campo enemigo mientras rogaban que la epidemia, la prostituta y el carnero fuesen quitados de la cama del enfermo, y recibidos en la tierra a la que los enviaban.

Aquí hay maldad. Mientras que la magia blanca, aunque bajo engaño, pretende no hacer ningún mal a otro, sino simplemente recurrir a poderes sobrenaturales para librarse del mal (según me explicó cierta vez en Catemaco, México, un brujo que operaba en una islita en medio de un lago frente al cual hay una Iglesia Adventista), la magia negra busca hacer abiertamente mal a otros. La pregunta que podemos hacernos es si necesitamos transformarnos en brujos para tratar de destruir a otra persona, su honestidad, su reputación, su carrera, su familia, su ministerio, su misión en este mundo. ¿Sorprendente? He visto a veces que eso pasa en el ministerio especialmente en la lucha por el poder o la influencia. El arma más preciada es la calumnia, la difamación, la sospecha a veces acompañada abiertamente de acosación. Los males propios la mentira se la atribuyen al otro.

En este país, la calumnia y la difamación están grandemente penalizadas por la ley. Por tal razón, el recurso para liberarse de un mal haciéndolo caer sobre otro es a veces más sofisticado. En cierto momento, un pastor declaró en su predicación que no podía creer ni aceptar de ninguna manera que el presidente de esa Asociación hubiese cometido adulterio. Ese lenguaje codificado fue entendido. Ese presidente no fue reelegido, a pesar de que no hubo pruebas para demostrar la sospecha levantada.

Volvamos a la brujería. Un hermano encontró cierto día jabón frente a su casa en un barrio de Salto, Uruguay. Lo tomó con un recipiente sin tocarlo y lo tiró en un basural. Le pregunté entonces por qué no lo había usado. Me dijo: “No pastor, con eso no se juega”. En un lugar llamado “Cerro” de esa misma ciudad habíamos construido una iglesia. A media cuadra una mujer a quien el marido había expulsado por adulterio me llamó para que hiciera una oración sobre unas cruces regadas con sal que alguien había puesto a la entrada de su puerta. Oré desde el lugar donde estaba, y le dije que fuese y barriese ella misma esas cruces.

En Obera, Argentina, una hermana vino desde algo lejos para la conclusión de mis conferencias. Me contó que su hija había sido cristiana, pero que se había casado con un joven de mundo. Esa hija tenía una amiga íntima que se enamoró de su marido y recurrió a la brujería para deshacerse de su íntima “contrincante”. Me mostró la foto de ella un año y medio antes comparada con la actual en postración completa. 27 análisis médicos no pudieron dar con su problema. La visitaba una bruja (espíritu) todos los martes de noche dejándole marcas en el cuello buscando asfixiarla. Recurrían a una Biblia para colocársela en el pecho, buscando liberación. Me pidió que fuese a orar por ella, pero no iba a tener tiempo porque estaba lejos, y a la mañana siguiente del sábado viajaba a Brasil. Le aconsejé al pastor orar y ayunar antes de ir con el otro pastor (estaba en otro distrito), y leer, especialmente, la experiencia del rey de Moab con Balaam.

¡Cómo librarse de la demonización ajena!

Es notable, aún hoy, con qué facilidad los que mienten atribuyen a otros su propia cualidad mentirosa. No parecen darse cuenta que de esa manera están haciendo lo mismo que hacían los antiguos hititas cuando despachaban su desgracia a campo enemigo. A lo sumo, lo que terminan haciendo con el inocente y limpio es considerándolo un tonto que merece caer de tonto para que no sea tan estúpido... Pero, ¡jamás lograrán librarse de la maldad que poseen de esa manera! La demonización que hacen de su prójimo no les servirá para librarse del mal.

Simplemente por dinero un profeta estuvo dispuesto a invocar la maldición de todo un pueblo. Pero debió terminar bendiciéndolo, y confesando que Dios “no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel. El Señor su Dios está con él, y júbilo de rey en él... Contra Jacob no hay hechizo, ni adivinación contra Israel. Ahora será dicho de Jacob y de Israel: ¡Cuánto hizo Dios!... ¡Cuán hermosas son tus tiendas, oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel! ... Benditos los que te bendigan, y malditos los que te maldigan” (Núm 23:21,23; 24:5,9).

Cuando Jesús liberó a los endemoniados gadarenos, los demonios le pidieron que les permitiese lanzar su furia contra un hato de cerdos. Tal vez se dieron cuenta los demonios que el Señor no les permitiría entrar en los pastores de esos cerdos. Pero captaron que al quitarles algo de valor material para ellos, esos pastores y la gente del lugar le cerrarían el paso por considerarlo muy peligroso. El Señor miraba más allá, sin embargo, al efecto más silencioso y penetrante que produciría el testimonio de esos endemoniados ahora en pleno dominio de sí mismos. Más tarde la gente de Samaria estuvo dispuesta a recibirlo, y le pidió que se quedara más tiempo con ellos.

Vivimos en un mundo encantado y necesitamos arreglar nuestras cuentas con el Señor. Esto no es sólo verdad para con los laicos, sino también para con los ministros. Vidas santas, limpias y puras requiere el Señor, para que el diablo no encuentre avenidas conque penetrar y destruir el alma y el ministerio. El Señor no debe notar iniquidad en un pastor, en un administrador, en ningún líder de su iglesia. Los que busquen la destrucción de su prójimo deben terminar dándose cuenta que “el Señor, su Dios está con él, y júbilo de rey en él”. Para los que no tienen una visión regenerada, la protección del Señor sobre sus fieles les es un misterio.

“¿No has puesto cerco en torno a él y su familia?”, le dijo Satanás al Señor en relación con “un hombre recto e intachable, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1,10). El secreto estaba grandemente en el altar del Señor sobre el que sacrificaba holocaustos Job, un equivalente actual de los cultos de familia (Job 1:5). A mis padres viejitos les he dicho que una de las razones fundamentales por las cuales viven, es para orar por sus hijos y sus nietos. ¡Cuánto sentiré su ausencia cuando se vayan, si es que el Señor no viene antes! Pero ellos también son el objeto de nuestras oraciones, ya que las malas intenciones del diablo no conocen edad. A un hijo de pastor fuera de la iglesia le dije cierta vez: “¿Crees que tantas oraciones vertidas por tus padres en vida, no han quedado atesoradas en el santuario celestial, esperando respuesta del cielo y de tu corazón?”

Nuestro mayor y seguro refugio

El verdadero refugio contra la calumnia, la difamación y la maldad ajena que buscan la demonización del otro es el santuario celestial. La mediación que nuestro sumo sacerdote lleva a cabo en el cielo en virtud de su sangre derramada por nosotros, da segura protección. A veces pensamos que la mejor manera de librarse es blandiendo la espada a diestra y siniestra para vindicarnos. Tal vez eso no esté siempre mal. Pero debemos recordar que no hay refugio alguno que pueda reemplazar al lugar en donde el Señor intercede por su pueblo (Heb 7:25).

Ya lo entendió antiguamente David en sus salmos. “¡Cuán grande es tu bondad, que has guardado para los que te honran, que concedes a los que se refugian en ti, ante los hombres! En lo secreto de tu presencia los escondes de las intrigas del hombre; los guardas en tu morada a cubierto de la contienda de lenguas” (Sal 31:19-20). “Una sola cosa he demandado al Señor, ésta buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor, e inquirir en su templo. Porque él me esconderá en su morada en el día del mal, me ocultará en lo reservado de su pabellón, me pondrá en alto sobre una roca. Entonces ensalzará mi cabeza sobre los enemigos que me rodean, y sacrificaré en su templo sacrificios de júbilo. Cantaré y salmearé al Señor” (Sal 27:4-6).

“El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente... El te librará de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, debajo de sus alas estarás seguro. Escudo y muralla es su fidelidad. No temerás el espanto nocturno, ni saeta que vuele de día, ni plaga (el demonio de la plaga) que ande en oscuridad, ni peste (el demonio de la peste) que al mediodía destruya. Caerán mil a tu lado, y diez mil a tu diestra, pero a ti no llegará... Porque has puesto al Señor que es mi refugio, al Altísimo por tu habitación, no te vendrá mal, ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará por ti que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán para que tu pie no tropiece en piedra” (Sal 91). ¡Sí!, dice el Señor. “Por cuanto ha puesto su amor en mí yo lo libraré, lo pondré en alto por cuanto ha conocido mi Nombre. Me invocará y yo le responderé. Con él estaré en la angustia, lo libraré y lo glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación” (ibid).


“Oh Dios, ¡cuán precioso es tu invariable amor! Por eso los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas. Serán plenamente saciados de la abundancia de tu casa, y tú les das a beber del torrente de tus delicias. De ti brota el manantial de la vida, y en tu luz vemos la luz” (Sal 36:7-9).”Acerquémonos, pues, con segura confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb 4:16).

Entregados en las manos de “los moradores de la tierra”

Entre los antiguos griegos se daba la costumbre de soltar un cerdo afuera de las murallas de la ciudad para que la gente le tirase piedras mientras el cerdo corría dando vuelta la ciudad. Una práctica semejante agregó la Mishnah al rito del macho cabrío que debía soltarse vivo por el desierto, inspirado en una costumbre babilónica. Le tiraban de los pelos mientras le gritaban: “¡Lleva y vete! ¡Lleva y vete!” (Mishnah 6:4). Finalmente terminaban tirándolo por un precipicio, nada de lo cual está en la ley levítica. Pero refleja un cuadro típico de muchas situaciones que se dan en el comportamiento social de la gente.


La experiencia de Job nos muestra que, aunque Dios promete guardar y proteger a los que buscan por la fe refugio en su santuario, y en principio su promesa se cumple, hay ocasiones en que permite a los malos y al diablo mismo dañar y hasta destruir a sus hijos, sin que eso implique culpabilidad en los que caen en sus manos. Ellos caen en las manos de sus enemigos y del diablo mismo quienes les quitan la vida. No obstante, mueren como héroes, acumulando en el cielo el clamor apocalíptico: “¿Hasta cuándo, Señor justo y verdadero, no juzgas nuestra sangre de los que moran en la tierra?” (Apoc 6:9-10).

Jesús reconoció esa realidad cuando advirtió a sus discípulos que serían perseguidos por causa de su nombre, y les amonestó a no temer a los que matan el cuerpo, porque no pueden destruir el alma, la vida que está escondida con Cristo en Dios (Mat 10:28). El Apocalipsis se refiere a los que murieron “por causa de la Palabra de Dios y por el testimonio de Jesucristo” (Apoc 1:9; 6:9-10; 12:17; 14:12; 20:4), y muestra la consideración especial que el santuario celestial tiene para con ellos a la hora del juicio (Apoc 6:11; 20:4). En la tierra murieron demonizados como herejes y traidores. En el cielo se los vindica como héroes y mártires de la fe. “Ellos lo han vencido [al dragón] por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de ellos, y no amaron su propia vida ni aun ante la muerte” (Apoc 12:11).

La profecía anunciaba, precisamente, que “los santos del Altísimo” serían “entregados en su mano” por 1260 días-años, lo que se cumplió al pie de la letra durante toda la Edad Media bajo el predominio papal. Según el Apocalipsis, el anticristo medieval recibiría autoridad del dragón, esto es, del mismo diablo, para destruirlos con las dos herramientas que Jesús destacó como características especiales de Satanás, la mentira y el asesinato (Apoc 13:3-17; Juan 8:44). Esta es la clase de liderazgo que el tercero y cuarto jinetes del Apocalipsis revelan, llevando a la Iglesia a su apostasía más dramática de la historia (Apoc 6:5-8). La Iglesia Romana durante la Edad Media fue jineteada por la “Muerte, y el sepulcro” la seguía” (Apoc 6:8).

Miles murieron cargados de infamia durante la Edad Media bajo toda clase de calumnias y difamaciones. Los cátaros fueron condenados como adoradores obsenos del trasero de un gato (por una lista de calumnias contra ellos, véase mi obra The Seals and the Trumpets, 155-176 quinto sello). Los valdenses y luteranos como luciferanos. Los judíos por sacrificar presumiblemente infantes. A cierta imaginaria tercera orden de franciscanos como fraticelli. A los caballeros templarios por brujería y doctrinas cátaras. Inventaron una secta de Espíritus Libres que nunca existió, para poner allí a los que querían exterminar. La Iglesia Romana pudo destruir tanta gente porque terminó mezclando la “herejía” con la demonología. Los protestantes fueron literalmente demonizados como brujos y quemados en la hoguera sin permitírseles probar que eran hijos del verdadero Dios.

No debemos olvidar esto porque nos ha sido presentado como anticipo de lo que nos espera para cuando el dragón se llene de furia para destruir a los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo (Dan 12:17; 14:12). “El gran engañador persuadirá a los hombres de que son los que sirven a Dios los que causan esos males. La parte de la humanidad que haya provocado el desagrado de Dios lo cargará a la cuenta de aquellos cuya obediencia a los mandamientos divinos es una reconvención perpetua para los transgresores... Cuando con falsos cargos se haya despertado la ira del pueblo, éste seguirá con los embajadores de Dios una conducta muy parecida a la que siguió el apóstata Israel con Elías... Los que honran el sábado de la Biblia serán denunciados como enemigos de la ley y del orden, como quebrantadores de las restricciones morales de la sociedad, y por lo tanto causantes de anarquía y corrupción... En las asambleas legislativas y en los tribunales se calumniará y condenará a los que guardan los mandamientos. Se falsearán sus palabras, y se atribuirán a sus móviles las peores intenciones”, CS, 647-9. Volverán a repetirse las escenas del pretorio.

“La providencia misteriosa que permite que los justos sufran persecución por parte de los malvados, ha sido causa de gran perplejidad para muchos que son débiles en la fe... ¿Cómo es posible, dicen ellos, que Uno que es todo justicia y misericordia y cuyo poder es infinito tolere tanta injusticia y opresión? Es una cuestión que no nos incumbe. Dios nos ha dado suficientes evidencias de su amor, y no debemos dudar de su bondad porque no entendamos los actos de su providencia. Los que son llamados a sufrir la tortura y el martirio, no hacen más que seguir las huellas del amado Hijo de Dios” (CS, 51; Juan 15:20). Ya lo entendió el apóstol Pablo cuando dijo: “Todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución” (2 Tim 3:12).

Cuando seamos demonizados por otros recordemos que al Hijo de Dios lo demonizaron como “samaritano” y “príncipe de los demonios” (Mat 9:34; 12:24; Jn 7:20; 8:48-49,52; 10:20), y aún como alguien peor que Barrabás. ¿Debíamos considerar extraño que hiciesen con nosotros lo mismo? “Al discípulo le basta ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de la familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (Mat 10:25).

Intentos de camuflarse

Otra costumbre notable que se desarrolló especialmente en Babilonia, según las cartas que se almacenaron en Asiria durante el reinado de Azarhadón que comprendió toda la Mesopotamia (681-669 AC), tiene que ver con los substitutos reales. Cuando el temor caía sobre el rey, fuese supersticioso o real, frente a un eclipse que podría traer una desgracia por ejemplo, el rey buscaba un substituto que se sentase en su palacio para que la desgracia le cayese al que lo reemplazaba. Esto lo hacía por 100 días, hasta asegurarse de que su trono no iba a recibir ninguna maldición. Durante todo ese tiempo el rey se camuflaba viviendo escondido con un seudónimo y practicando rituales expiatorios. Al cumplir ese período reasumía sus funciones.

Una práctica semejante está muy representada también hoy en el mundo, y a veces en los círculos administrativos de la Iglesia. Consiste en no asumir la responsabilidad de detener el mal que pueda levantarse en medio del pueblo del Señor para evitarse problemas o molestias personales. Sencillamente se deja que el inocente caiga en manos inicuas sin interesarse en sus problemas. Cada cual atiende lo suyo. Una indiferencia pasmosa hacia el prójimo que sufre miserablemente y sin que nadie le extienda la mano, porque nadie quiere perder la posición o cargo, el statu quo, la comodidad, etc.


Cuando las papas queman—según el dicho popular—nadie quiere agarrarlas. El sentarse en casos tales en el sillón presidencial (o trono del palacio en el reino babilónico), es ser un tonto o imbécil. Que se siente allí el que tenga ganas de quemarse. Aún si la situación crítica le toca a alguien que está sentado allí, la tentación es no asumir su responsabilidad con la esperanza de que caiga sobre otro, sobre un tonto útil, o directamente derivar el problema a un subalterno para poder mantener las manos más libres.

“Maldecid a Meroz—dijo el Angel del Señor—maldecid severamente a sus habitantes, porque no vinieron en ayuda del Señor, en ayuda del Señor contra los fuertes!” (Juec 5:23). “Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos, tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Apoc 21:8). Llama la atención que la cobardía de los que serán destruídos por la gloria del Señor sea puesta en contraposición con la fidelidad de los escogidos por el Señor para librar la batalla final (Apoc 17:14).

Hoy más que nunca “la mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos”.


“Aquellos que no tienen suficiente valor para reprender el mal, o que por indolencia o falta de interés no hacen esfuerzos fervientes para purificar la familia o la iglesia de Dios, son considerados responsables del mal que resulte de su descuido del deber. Somos tan responsables de los males que hubiéramos podido impedir en otros por el ejercicio de la autoridad paternal o pastoral, como si hubiésemos cometido los tales hechos nosotros mismos”.


“Los mensajeros del Señor no deben quejarse de que sus esfuerzos sean infructuosos antes de haberse arrepentido de su amor por la aprobación, su deseo de agradar a los hombres, que los induce a suprimir la verdad y a clamar: Paz, cuando Dios no ha hablado de paz”.


La experiencia del rey Acab refleja una actitud semejante a la que revelaban los gobernantes babilónicos en sus días. La sentencia del profeta fue la muerte para el rey (1 Rey 22:17-23). Esa es la sentencia del Señor contra los que se lavan las manos cuando el deber les exige tener mano firme, definir las cosas en forma clara (la sentencia contra los “cobardes” del Apocalipsis, según ya vimos).

Cuando llegó el momento de la batalla y Acab buscó camuflarse para que la espada cayese sobre Josafat en lugar de sobre él, su anonimato o “seudónimo” no le sirvió de nada. Josafat declaró a grandes voces que él no era el rey de Israel, y se salvó. “Pero un hombre disparando su arco a la ventura, hirió al rey de Israel por entre las juntas de la armadura... Y murió el rey” (1 Rey 22:30-37).

2. ¿Demonización bíblica?

En la Biblia se encuentran pasajes que parecen demonizar a otros, aunque bien raramente. El rey de babilonia, por ejemplo, es un prototipo del ángel que cayó del cielo y que terminará de la misma manera que lucifer (Isa 14). Lo mismo sucedió con el rey de Tiro (Eze 28). Podría discutirse, tal vez, que no se atribuyen cualidades del diablo a tales reyes, sino que se describen ciertos rasgos de Satanás a través de algunas características de esos reyes. Aún así, no puede negarse una identificación en un contexto de padre e hijo, por hacer ambos lo mismo. Jesús sentenció a los que buscaban su muerte que eran “hijos de vuestro padre el diablo”, porque “los deseos de vuestro padre queréis cumplir” (Juan 8:44).

No obstante Nabucodonosor, el rey de Babilonia, después de su locura se convirtió (Dan 4:36-37), y llegó a depender de Dios, según el Espíritu de Profecía, como si fuera un niño. Esto nos muestra que la demonización tuvo más que ver con la institución real que con la persona en sí. De hecho, luego de recuperarse de su locura, Nabucodonosor duró apenas un año en el reino. La oposición la encontró de parte del sacerdocio de Babilonia que acabó con él. Lo mismo podemos decir de la expresión de Jesús usada para con Satanás, como “príncipe de este mundo” (Juan 12:31; 14:30; 16:11), porque la característica de los príncipes de las naciones en sus días era el del imperio, de la fuerza, del dominio, tan contrastante con el carácter del reino del cielo que había venido a revelar el Hijo de Dios (Mat 20:25-28). Aún así, ¿no tuvo gobernantes buenos también el mundo en la antiguedad, que reflejaron el carácter de amor y bondad del Padre que está en los cielos? (Gén 45:16-20; Isa 44:28; Dan 6; Esd 7:27-28).

Dios no demoniza, por consiguiente, a nadie. Aunque reconoce ciertas características típicas del príncipe del mal en la forma de gobierno de los príncipes de este mundo, no por ello confina a nadie a esa situación. Aunque los reinos de este mundo estén representados mediante bestias salvajes (Dan 7; Apoc 13,17), y se los contraste con el reino del Cordero que refleja el verdadero carácter del reino celestial (Apoc 5), no todos los que son gobernantes tienen que ser, necesariamente, bestias y demonios.

Esto está en consonancia con el carácter de Dios que “visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación”, pero que hace misericordia a millares que se arrepienten y guardan sus mandamientos (Ex 20:5; véase Deut 23:8). A veces, como en el caso de los bastardos (?), los amonitas y los edomitas, los que hacían una obra mala podían ser excluidos hasta la décima generación (Deut 23:2-3). Pero todos ellos podían quedar al alcance de la misericordia divina mediante el arrepentimiento y la conversión sincera a la ley de Dios, librándose así de la herencia de los padres.

La demonización de padres malos en los hijos es muy común hoy también. Muchos temen que un hijo o una hija se case con fulano o fulana de tal por lo que fue el padre o la madre. Pero, ¿cuántos hijos e hijas de padres malos se han convertido y han sido fieles hijos de Dios toda la vida, inclusive buenos esposos y esposas? Y aunque muchas veces los hijos no pueden remontarse sobre las leyes de la herencia y de la adquisición de hábitos y costumbres en vida, razón por la cual Dios juzga el efecto de esa herencia hasta la tercera y cuarta generación, otras veces lo logran aún antes de tal manera que Dios ejerce misericordia con millares que se arrepienten y guardan sus mandamientos (Ex 20:5-6; 34:6-7).

Coré murió con su casa por su rebelión contra Moisés y Aarón, pero sus hijos se apartaron de su tienda a la hora del juicio y se salvaron (Núm 16:26-27,32; 26:11). Sus descendientes fueron cantores por siglos en el templo de Salomón (2 Crón 20:19; Sal 44-49, etc). A menudo son los hijos los que deben cargar con la afrenta de sus padres hasta que éstos mueran. Así sucedió con los hijos de los israelitas que nacieron en el desierto y no vieron la gloria divina que liberó a sus padres de Egipto. Debieron “llevar” (nasa’) las infidelidades de sus padres hasta que éstos murieron en el desierto (Núm 14:31-35).

Existen sorpresas hoy como también las existieron en la Biblia, por lo que no nos apresuremos a demonizar a un prójimo por lo que fue su padre o su madre. Aunque hay leyes de la herencia que gravitan en la vida de todo ser humano, el Señor declaró enfáticamente que “el alma que peque, ésa morirá” (Eze 18:4). “¿Por qué el hijo no llevará el pecado de su padre? Porque el hijo hizo juicio y justicia, y guardó todas mis ordenanzas, de cierto vivirá. El alma que peque ésa morirá. El hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo. La justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (Eze 18:19-20). El Señor también declara en el Apocalipsis que vendrá a pagar “a cada uno según su obra” (Apoc 22:12).

¡Basta pues, de demonizaciones! Todo ministro del Señor que se precie como tal, debe mantener siempre su mirada abierta y lista para reconocer el menor indicio de la obra del Espíritu en cualquier ser humano, no importa el estado en que haya caído. Si no fuese porque el Señor veía no lo que éramos, sino lo que podíamos llegar a ser transformados por su gracia, jamás hubiésemos podido librarnos de la demonización de este mundo.


Cuando la siguiente generación paga

Luis XIV tenía por costumbre decir, en referencia al caos que veía venir como resultado de tantos abusos de la nobleza de Francia: “después de mí el diluvio”. De una manera semejante reaccionó el rey Ezequías cuando el profeta le advirtió que, por su pecado, la maldición caería sobre su reino en los días de sus hijos. “La palabra del Señor es buena”, declaró. “Por lo menos habrá paz y seguridad en mis días” (2 Rey 20:19; Isa 39:8).

Debido a su pecado, Dios advirtió a Salomón que rompería su reino. No obstante, en base a las promesas que le hizo a David, declaró que lo haría en los días de su hijo (1 Rey 11:11-13; 21:29). El arrepentimiento temporario de Acab le valió también el que Dios le dijese que traería el mal sobre su casa en los días de su hijo (1 Rey 21:29). Sin embargo, Acab volvió más tarde a endurecer su corazón y el mal le llegó en sus días (1 Rey 22).

Todo esto nos enseña algo que sabemos ya por experiencia. La Biblia nos confirma el hecho de que no nos podemos siempre liberar del pecado de nuestra raza (humanidad), y que somos parte de la misma, debiendo por consiguiente compartir su situación. Somos un fragmento de la sociedad y, hasta que el Señor venga al menos, no podremos desprendernos del todo de ella. ¿Qué culpa tenemos por el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva? Ninguno, salvo el hecho de que somos sus hijos y, como tales, recibimos una herencia pecaminosa que, de no ser redimida, tenderá siempre al mal.

En los días de Abraham “la maldad del amorreo aún no” había “llegado al colmo”, razón por la cual Dios no los destruyó entonces (Gén 15:16). Esto nos muestra que Dios visita la maldad de una generación en las siguientes hasta que llega una última generación que llena la gota de la tolerancia divina (Sal 92:7[8]). Algo semejante ocurrió con la generación de los judíos que crucificó al Señor. Jesús tuvo compasión de las madres que lloraron por él mientras iba al Calvario y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos. Porque vendrán días en que dirán: ‘Dichosas las estériles, las entrañas que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces empezarán a decir a los montes: ‘Caed sobre nosotros’, y a los collados: ‘cubridnos’” (Luc 23:27-30).

“Dios aplazó sus juicios sobre la ciudad y la nación hasta cosa de cuarenta años después que Cristo hubo anunciado el castigo de Jerusalén. Admirable fue la paciencia que tuvo Dios con los que rechazaran su Evangelio y asesinaran a su Hijo... Había todavía muchos judíos que ignoraban lo que habían sido el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían tenido las oportunidades ni visto la luz que sus padres habían rechazado. Por medio de la predicación de los apóstoles y de sus compañeros, Dios iba a hacer brillar la luz sobre ellos para que pudiesen ver cómo se habían cumplido las profecías... Los hijos no fueron condenados por los pecados de sus padres; pero cuando, conociendo ya plenamente la luz que fuera dada a sus padres, rechazaron la luz adicional que a ellos mismos les fuera concedida, entonces se hicieron cómplices de las culpas de los padres y colmaron la medida de su iniquidad”.

El clamor de los príncipes de la nación, “su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, siguió cumpliéndose de generación en generación con una persecución tan extensa como probablemente ningún otro pueblo debió sufrir. No obstante, muchos judíos en todas las generaciones, se convirtieron al Señor y se libraron del oprobio de su pueblo. Con esto no justificamos el odio romano que se desató por tantos siglos y hasta dos milenios contra ellos, sino que constatamos que el cerco protector divino sobre ese pueblo le fue quitado porque los hijos retuvieron el mismo endurecimiento que tuvieron sus padres hacia la luz privilegiada del cielo que habían recibido.

“La longanimidad de Dios hacia Jerusalén no hizo sino confirmar a los judíos en su terca impenitencia. Por el odio y la crueldad que manifestaron hacia los discípulos de Jesús, rechazaron el último ofrecimiento de misericordia. Dios les retiró entonces su protección y dio rienda suelta a Satanás y a sus ángeles, y la nación cayó bajo el dominio del caudillo que ella misma se había elegido. Sus hijos menospreciaron la gracia de Cristo, que los habría capacitado para subyugar sus malos impulsos, y éstos los vencieron. Satanás despertó las más fieras y degradadas pasiones de sus almas... En su crueldad se volvieron satánicos” (CS, 31).

¿Demonización o anatema?

Dios ejecuta sus juicios sobre su pueblo de diferentes maneras. A veces entregándolos en manos enemigas (Isa 10:5-7), dirigidas por el “príncipe de este mundo”, el diablo. Otras veces interviniendo él mismo mediante sus ángeles (2 Rey 19:35) y, en el caso del mundo antiguo, mediante su pueblo en la conquista de Canaán. Cuando no entregaba su pueblo al diablo y a sus representantes paganos para que los destruyeran, Dios mismo intervenía y los destruía declarándolos anatema, esto es, consagrados o condenados para su destrucción. Aún la destrucción que su pueblo debió hacer por orden divina de pueblos, familias o personas condenadas por Dios como anatemas, no era vista como una entrega a los demonios para que completasen su obra de maldad, sino como una destrucción llevada a cabo por Dios para terminar con la maldad (Jos 6:17-18; 7:1,11-13,15; 22:20).

A Edom Dios lo llamó literalmente “pueblo de mi anatema” (Isa 34:5), lo mismo que a Israel poco después al caer en apostasía (Isa 43:28). Más que demonización en el sentido de entrega al demonio, vemos allí el castigo divino que destruye a un hombre, a una familia, a un pueblo y finalmente al mundo, por su maldad. No se trata de una consagración al demonio, como lo hacían los pueblos en la antiguedad, sino de una consagración o apartamiento divino para ser destruido (Deut 7:26; 13:17, Gál 1:8-9). Conforta pensar, en medio de tantos juicios, que Dios promete a Jerusalén, su pueblo, “nunca más ser anatema”, lo que tiene que ver con su triunfo final (Zac 14:14).


Nombres ajenos atribuídos a pueblos y ciudades

Vemos en la Biblia que Dios retrata también a pueblos y ciudades en abierta apostasía con las características de ciudades y pueblos antiguos a los que destruyó como anatemas en el pasado. Si por demonización entendemos aplicar las peores características de personas, ciudades y pueblos a otras personas, ciudades y pueblos, estaríamos entonces frente a una demonización bíblica.

A los gobernantes de Jerusalén en los días de Isaías, por ejemplo, Dios se refirió a través del profeta como “príncipes de Sodoma”, y al pueblo como “pueblo de Gomorra” (Isa 1:10). A pesar de conocer la historia de esas dos ciudades—lo que les pasó por su maldad cuando ésta llegó a su colmo (Gén 18:20; cf. 13:13)—los judíos se volvían indignos de mantener el nombre de su padre Israel. El día llegó cuando colmaron la medida de su iniquidad en los días de Jeremías, llevando al Señor a decir de su pueblo: “Fueron todos como Sodoma, y sus habitantes como Gomorra” (Jer 23:15), y su iniquidad “mayor que el pecado de Sodoma” (Lam 4:6). Algo semejante dijo Sofonías también sobre Moab y los hijos de Amón (Sof 3:9).

En lugar de vincular a la nación judía con su origen mesopotámico (Gén 11-12), o con Dios mismo al liberarlos de Egipto (Os 11:1), Ezequiel terminó identificándola con los pueblos cananeos que supuestamente Israel debía deshalojar por haber hecho rebosar la paciencia divina (Eze 16:3,45; cf. Gén 15:18-21; véase Lev 18:24-28). También se unió Ezequiel a Isaías y Jeremías en vincular a Israel con Sodoma y, siendo que Samaria había sido castigada ya, también con esa ciudad maldita (Eze 16:46,49).

Cuando vamos a los evangelios encontramos el mismo estilo divino para describir la apostasía del pueblo de Dios y aún de ciertas ciudades cuyo endurecimiento las hacía merecedoras de la condenación divina. Por haber pasado en medio de Capernaún el Hijo de Dios, y realizado tantos milagros sin que se convirtiesen al Señor, esa ciudad se hacía mecerecedora de un castigo peor que el que cayó sobre Sodoma y Gomorra (Mat 11:23-24; véase 10:15). Corazín y Betsaida se hicieron reas también de un mayor castigo que el cayó sobre Tiro y Sidón (Luc 10:13). Francia en la época de la Revolución fue representada por Sodoma y Egipto en su disolución moral y rechazo abierto a la revelación divina (Apoc 11:8). Finalmente el mundo entero, representado en la destrucción de Jerusalén, iba a ser identificado con Sodoma, por hacerse igualmente digno de la destrucción final (Luc 17:29-33), esto es, consagrado para la destrucción (1 Cor 16:22; véase 2 Tes 2:10).

Castigo acumulado sobre la última generación

Llama la atención que al rebelarse contra Dios endureciendo su corazón, se acumula sobre la generación posterior el castigo que merecieron otras personas y pueblos por no prestar atención a la reprensión y castigo divinos ejercidos con anterioridad (Mat 23:35; véase v. 31-32). Es en este sentido que la estatua de Daniel con los cuatro imperios y el desmembramiento del último, caen todos juntos cuando llega la historia a los pies (Dan 2:34-35,44-45). La última generación e imperio, por asumir el mismo papel de ensalzamiento propio por encima de Dios, se hace responsable del mismo espíritu que condenó a las generaciones e imperios predecesores. Algo semejante vemos en la bestia apocalíptica que conserva ciertas características sobresalientes de las bestias que representaron a los imperios anteriores (Apoc 13:2; cf. Dan 7:1-8).

Todo esto nos muestra que el desarrollo de la historia no va, como pretende el evolucionismo moderno, de abajo para arriba, sino alrevés. La historia de la estatua no va de los pies a la cabeza, sino de la cabeza a los pies hasta que se derrumba por completo. No importa el conocimiento científico que hayan acumulado los mortales, su calidad moral es la que los gangrena y termina haciéndolos herederos del castigo de los predecesores que se buscaron. Por tal razón, en el juicio de Roma bajo el símbolo de Babilonia, se termina descubriendo “la sangre de los profetas, de los santos, y de todos los que han sido sacrificados en la tierra” (Apoc 18:24).

La visión de las trompetas del Apocalipsis nos revela este mismo principio. Todas son juicios de Dios contra el último imperio opresor, Roma en sus diferentes etapas: la de los césares, la de los papas, y la del papado resucitado. Por no prestar atención a los juicios anteriores que Dios envió sobre Roma haciéndola caer, Dios le envía en la séptima y última trompeta su castigo final y completo, sin mezcla de misericordia. Es entonces que la ira de Dios llega a su culminación (Apoc 11:18; 15:1; 16:1).


Demonización divina de Roma

Si hay un pasaje que pueda presentarse como demonización divina sobre un pueblo o ciudad, el de Roma por Babilonia es el más claro y contundente (Apoc 17-18). Por haber sido el rey de Babilonia prototipo de Lucifer (Isa 14:12-14), la silla de Roma es la silla de Satanás (Apoc 13:2; 16:10; véase Apoc 2:13). El papado que se hizo heredero del trono de los césares, y la Iglesia que se hizo acreedora del patrimonio romano, no podrán quitarse jamás ese estigma demoníaco. Por tal razón, cuando cae moral y espiritualmente el pontificado romano en el fin del mundo, su fachada de Santa Sede se revela en todo su carácter diabólico (Apoc 18:1-3). Todos los que quieran librarse de esa demonización divina tendrán que salir de ella y buscar refugio en la ciudad de Dios, la celestial (Apoc 18:4-5; 14:1; 21-22).

En esencia, se puede decir al leer el Apocalipsis que el conflicto de los siglos entre Cristo y Satanás se da en relación con dos nombres, Jerusalén y Babilonia (Apoc 3:12; 17:5), o dicho de otra manera, el nombre del Padre y del Hijo visto en los 144.000 (Apoc 14:1), y el nombre de la bestia que refleja el intento de Lucifer de ocupar el lugar de Dios y que se impone sobre el resto del mundo (Apoc 13:17-18). Mientras que los que reciben el sello de Dios en sus frentes revelan su identificación con el Señor, los que reciben la marca en la frente o en la mano de la bestia apocalíptica se identifican con aquel que le dio su trono y autoridad, el dragón (Apoc 13-14).

También en las ciudades antiguas de Canaán se vio una lucha de nombres. Dios ordenó cambiar de nombre a muchas ciudades para que no se vinculasen más con los dioses-demonios antiguos, sino con el Dios de Israel. Con los siglos, muchas de esas ciudades siguieron identificándose con el nombre anterior. Fue una lucha entre la identificación de sus habitantes con Yahvé o con Baal (1 Rey 18:21), entre la idolatría o la adoración del único y verdadero Dios Creador.

En la demonización divina de Roma por Babilonia en el fin del mundo, y de todos los que se identifican con ella recibiendo su marca, vemos a Dios retirándose de la escena y entregando el mundo al reino y dominio que se ha buscado, el del príncipe de este mundo que se llama diablo y Satanás. No se trata de una demonización arbitraria como la que hacían los antiguos cananeos al entregar sus hijos tiernos e inocentes a los demonios pensando librarse ellos mismos del mal. Se trata de una demonización voluntaria escogida por todos los que prefirieron enrolarse en un bando antes que en el otro donde está el Señor (Jer 18:7-11).

¿Demonización o imagen divina?

Los grandes evangelistas prefieren ir a lugares más propensos al evangelio para predicar. Lugares más duros requieren mucho esfuerzo y agonía para poder penetrar. Se busca el ablande mediante la labor tesonera de humildes hermanos que van como colportores y a dar estudios bíblicos para preparar el ambiente. Cuando el terreno está preparado, entonces los evangelistas de éxito se lanzan a la batalla.

Hay quienes son pesimistas. Cuando estaba en Uruguay, uno de los hermanos veteranos me decía: “Esa familia que está viniendo a las conferencias no se va a convertir”. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque nunca ninguno de esa familia se convirtió”. Conocía la historia escéptica de toda esa familia por por lo menos tres generaciones. Y su profecía se cumplió, al menos durante el año en que estuve trabajando allí.

La demonización que muchos hacen hoy de personas, familias, pueblos o razas, es una demonización malvada que confina a los demonizados a una situación de la que no pueden salir. Se demoniza para justificar la condena y destrucción, sea moral en la reputación, o literal como la que llevaba a cabo la Inquisición durante la Edad Media. Es una demonización arbitraria, porque gracias a la redención libre y gratuita que nos trajo el Hijo de Dios, todo ser humano se vuelve candidato a recibir la imagen divina para participar de su naturaleza, de sus atributos morales y espirituales (2 Ped 1:4).


Mientras que los hombres demonizan arbitrariamente a quienes quieren condenar, y divinizan también arbitrariamente a sus ídolos (santos, estrellas de cine o del deporte); la demonización y divinización del Cielo nunca son arbitrarias. Son el resultado de la elección de cada cual, la imagen de quién prefieren llevar, si la de Barrabás o la de Jesús, si la de Azazel o la de Yahvé (Lev 16:8-10), si la de las criaturas o la del creador (Rom 1:23; Col 3:10), si la del Hijo de Dios o la del diablo (Juan 8:41-44; Rom 8:29). El mundo terminará finalmente fijado en aquellos que llevan la impronta o imagen de la bestia (Apoc 13:14; 20:4), o la imagen de Dios y de su Hijo (Apoc 14:1; véase 22:11).

Así como el trono de Satanás era visto en el trono de Babilonia (Isa 14:12-14), y posteriormente en el Apocalipsis en el trono de Roma en todas sus fases (Apoc 13:2-3); así también el trono de Dios era visto en el trono de los reyes de Israel (1 Crón 29:23; véase Sal 45:[7]; Zac 12:8). Ya a Moisés Dios le dijo que lo constituía como dios para farahón, prometiendo estar en su boca y en la de su hermano (figuradamente su profeta), para transmitir el mensaje divino al rey de Egipto (Ex 4:16; 7:1-2). Los jueces de Israel fueron llamados, en algunas ocasiones, ’elohim (Ex 21:6; 22:28).

¡No podemos sino asombrarnos por tanto riesgo corrido por el Señor a su reputación, al identificar su Nombre y su trono con su pueblo! Este hecho nos muestra con cuánto anhelo el Señor desea ver su imagen en su pueblo y ser así dignamente representado entre las naciones que no conocen el evangelio (2 Cor 4:4-7). También podemos entender con cuánto interés el diablo procuraba sentarse en ese trono divino que se había trasladado a la tierra, para confundir la gente con una falsa representación del carácter de Dios (Eze 36:17-23; 37:28; 39:21-29). Hoy la lucha entre las potestades de las tinieblas y las potestades de la luz se extiende a cada corazón donde el Señor quiere poner su trono, escribiendo su ley mediante su Espíritu, para transformarlo en una morada sobre la cual promete hacer descender su gloria (Juan 14:21,23; 2 Cor 3:3).

La divinización bíblica de los representantes divinos no tiene nada que ver con un culto ofrecido a los santos, como lo pretende la Iglesia Romana que exige adoración. Se trata de una divinización de la palabra que ellos encarnan o, mejor dicho, del reconocimiento de la Palabra que ellos predican como proviniendo de Dios. “Como si Dios rogase por medio nuestro”, escribió Pablo a los corintios (2 Cor 5:20). Sabía de lo que hablaba porque había confesado que estaba crucificado juntamente con Cristo de tal manera que ya no vivía él, sino Cristo en él (Gál 2:20). Así interpretó Jesús también, delante de los que querían apedrearlo por declararse Hijo de Dios, el término ’elohim aplicado a los que representaban a Dios en la tierra. Se trató de aquellos “a quienes vino la Palabra de Dios” (Juan 10:35). A Jesús, en cambio, el Hijo de Dios por excelencia, “la imagen expresa de Dios” (Heb 1:3; véase 2 Cor 4:4; Col 1:15), no le vino la Palabra, porque él “era la Palabra” (Juan 1:1).

Jesús fue llamado “Hijo de Dios” porque fue concebido por el Espíritu Santo sin intervención de varón (Luc 1:35). Nosotros también somos engendrados como “hijos de Dios” sin que intervenga varón, en una dimensión espiritual, cuando nos convertimos al Señor (Juan 1:12-13). También el Padre reconoció a su Hijo Jesús como hijo suyo cuando se bautizó (Mat 3:16-17). Así también nosotros somos reconocidos por el cielo como hijos de Dios cuando nacemos del agua (Juan 3:1-8). Finalmente Jesús fue reconocido como “Hijo de Dios con poder por la resurrección de entre los muertos” (Rom 1:4). De una manera semejante seremos transformados en “hijos de Dios por la resurrección” el día que el Señor nos levante de la tumba en su venida (Luc 20:36).

¡Que nadie nos demonize, pues, en nuestro camino al cielo como hijos de Dios, no importa el estado en que estemos en ese proceso gradual de transformación a la imagen del Hijo de Dios! (2 Cor 3:18; Col 3:10). ¡Que ningún pastor, ningún administrador, ningún anciano, ningún dirigente, y ninguno que se precie como hijo de Dios demonize a nadie que está siendo transformado de gloria en gloria, a la misma imagen del que lo creó y redimió! En el reino de Dios no hay, por consiguiente, nadie que deba ser demonizado como griego o judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, siervo o libre, negro o blanco, latino o asiático, mestizo o mulato, chicano o gringo, porque “Cristo es el todo en todos” (Col 3:10-11). “Así, todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre [machista] ni mujer [feminista]. Todos sois uno en Cristo Jesús... y herederos” (Gál 3:26-29).

“El Señor Jesús está haciendo experimentos en los corazones humanos mediante la exhibición de su misericordia y de su gracia abundante. Está efectuando transformaciones tan sorprendentes que Satanás, con todo su alarde triunfante, con toda su confederación del mal unida en contra de Dios y de las leyes de su gobierno, permanece mirándolas como a una fortaleza inexpugnable contra sus sofisterías y engaños. Ellas son para él un misterio incomprensible. Los ángeles de Dios, serafines y querubines, los poderes encargados de cooperar con las agencias humanas, miran con asombro y gozo el que los hombres caídos, una vez hijos de ira, sean transformados por el entrenamiento de Cristo para desarrollar caracteres según la semejanza divina, para ser hijos e hijas de Dios, para ocupar una parte importante en las ocupaciones y placeres del cielo”.

3. Rituales bíblicos de liberación

En la Biblia encontramos también rituales de liberación del pecado y de la enfermedad (Lev 4-16). El mensaje que vierten, sin embargo, es abismalmente diferente. Ese mensaje está expresado especialmente por los términos nasa’ ‘awôn, “llevar la iniquidad”. Los que debían llevar la culpa hasta morir eran los culpables a no ser que se buscasen un substituto inocente aceptado por el Señor, esto es, un animal limpio que muriese en su lugar (Lev 5:1-7). También pero en forma indirecta, aceptaban llevar el pecado de su pueblo seres inocentes como los sacerdotes a través del ritual del animal limpio que cargaba con la falta cometida y era sacrificado, y Dios mismo al recibir esa carga en su santuario, (Lev 10:17; Sal 32:5: “perdonaste”, literalmente, “llevaste”).

Otros intentos de liberación que no respetasen los parámetros indicados por el Señor en las leyes levíticas del santuario, no los aceptaba el Señor. Por el contrario, advertía que el intento de buscarse substitutos no aceptables por el cielo no otorgarían realmente liberación, sino mayor culpabilidad y castigo. Los que, en lugar de liberarse de sus males mediante los únicos substitutos que Dios aceptó, descargaban su furia contra otros prójimos derramando sangre inocente, debían saber que no podrían escaparse de esa manera de su falta.

Esto está claramente expresado en las palabras de Moisés: “Sabed que vuestro pecado os alcanzará” (Núm 32:23), es decir, volverá sobre su causa primera (Gen 3:15-16; véase Sal 7:16[17], Job 4:8). La sangre inocente cargaba con la culpa del infame asesino manchando la tierra, hasta que la sangre culpable fuese derramada liberando de la maldición divina a la tierra y al pueblo que habitaba en ella (Núm 35:33-34; Deut 19:13).

Cuando el inocente acepta llevar la carga

La fórmula más significativa del perdón en las relaciones humanas consistía en no procurar descargarse de la demonización arbitraria que le hicieron devolviéndosela al culpable, sino dejándola en las manos del Señor para que él haga justicia u otorgue el perdón. El caso más notable que registra la Biblia es el de José. Cuando Jacob murió, siendo José aún gobernador de Egipto, vinieron los hermanos a él temerosos de que quisiese descargarse y así limpiarse de todo el mal que le habían hecho, diciéndole: “te ruego que perdones (lit.: “lleves”) ahora la maldad de tus hermanos y tu pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones (lit.: “lleves”) la maldad de los siervos del Dios de tu padre...”

Es evidente que los hermanos de José temieron que su hermano ahora poderoso buscase “desquitarse” del mal que le habían hecho. La grandeza de José se vio en que estuvo dispuesto a llevar la infamia de sus hermanos sin habérselas devuelto jamás en toda su vida. Algo semejante hizo Jesús al aceptar ser demonizado en la figura de una serpiente (Jn 3:14-15), e identificado con el pecado que tanto odiaba de todos los hombres (2 Cor 5:21), sin intentar “desquitarse” del mal que le atribuyeron, sino por el contrario, pidiendo a Dios perdón por ellos (Luc 23:34).

Esto es lo que hacen todos los que son perdonados por nuestro Padre celestial (Mat 6:12: “perdónanos, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”). El apóstol Pablo preguntó: “Más bien, ¿por qué no sufrís el agravio? ¿Por qué no sufrís ser defraudados?” (1 Cor 6:7). Y el apóstol Pedro agregó: “Porque esto merece aprobación, si a causa de la conciencia ante Dios, alguno soporta (lleva) molestias y padece injustamente... Pero si haciendo bien sois afligidos, y lo soportáis (lleváis), esto ciertamente es agradable ante Dios” (1 Ped 2:19-20).

Para que la espiral de violencia y de ira se detenga es necesario que alguien decida no devolver. Para esto vino el Hijo de Dios, para cargar sobre sí toda la infamia de la humanidad sin buscar devolver, sin procurar desquitarse. Y nos trajo de esa manera fuerza y valor moral para hacer lo mismo. De todas esas cargas de angustia, dolor por el amor no correspondido, injusticias, odio, maldad, todos los que queremos participar de esa experiencia del Hijo de Dios en detenerlas, contamos con su comprensión y sostén. El promete aligerar o aliviar esas cargas si vamos a él en busca de fortaleza y reposo (Mat 11:28-30).

“Para eso fuisteis llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas. El no cometió pecado, ni fue hallado engaño en su boca. Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba sino que se encomendaba al que juzga con justicia. El mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros podamos morir a los pecados, y vivir a la justicia, ‘porque por sus heridas fuistes sanados’” (1 Ped 2:21-24).

La carga del pecado que Dios aceptaba llevar


Dios no pedía a su pueblo que fuese a limpiarse de su inmundicia afuera, ni siquiera que la descargase a los demonios. Requería que esa suciedad se la trajesen a él mismo, a su casa. Claro está, no aceptaba que le trajesen el pecado de cualquier manera (Jos 24:19-20; Núm 15:30-31). Puso leyes para evitar destruir irremediablemente la reputación de su casa en la cual habitaba su Nombre. En esas leyes levíticas vemos a Dios ideando una manera de liberar a su pueblo de su falta y al mismo tiempo no dañar en forma irreparable su Nombre, esto es, sus atributos (su Santidad, su Justicia, su Amor, su Bondad, su Misericordia, su Fidelidad, su Honor, su Sabiduría).

Primeramente Dios discriminó entre suciedad y suciedad. La de los cadáveres de animales era leve (duraba hasta la tarde, hasta la puesta del sol: Lev 11; 17:15; 22:5-8), y no implicaba necesariamente culpa a menos que el inmundo no se bañase (Lev 5:1-2; 17:16). La contaminación humana directa, en cambio, duraba siete días y requería un sacrificio para liberarse (Lev 12-15; Núm 19). Cuando esa contaminación humana llegaba a un limpio en forma indirecta, se la trataba como si hubiese sido una contaminación menor que duraba hasta la tarde (Lev 15). Dios no aceptaba la inmundicia humana en forma directa (Lev 15:31; Núm 19:13,20), sino disminuyendo su categoría de suciedad a la contaminación menor que un animal inocente que la cargaba podía dejar en su santuario (Lev 4-7).

Estamos tan acostumbrados a vivir en medio de un mundo con gente “de labios impuros” (Isa 6:5), que nos es difícil captar la verdadera dimensión de nuestra suciedad ante la vista del Cielo. “Si Ud., pastor Waggoner y anciano de la iglesia”, escribió E. de White en una carta personal, “mirase hacia arriba, se hubiera visto como un espectáculo a Dios y a los ángeles puros que velan sus rostros y los dan vuelta de su suciedad de alma y cuerpo. Mis palabras parecen moderadas así como las escribo, cuando pienso en las grandes verdades que profesamos y la gran luz que brilla sobre nosotros de la Palabra de Dios”.

Pero, ¡oh maravilla! ¡Sí, Dios aceptaba llevar la mugre de todo pecador en su santuario! Pero esa contaminación debía ir acompañada de la confesión del penitente (Lev 5:5). Esa confesión desligaba a Dios de toda responsabilidad en la falta cometida por el pecador, lo que demuestra que Dios no aceptaba ninguna inculpación, ninguna demonización de los que buscaban su perdón y aceptación.

Así lo entendió David cuando oró: “Lávame a fondo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, e hice lo malo ante tus ojos, para que seas tenido por justo cuando hables, y sin reproche alguno cuando fueres juzgado” (Sal 51:2-4: LXX). “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: confesaré mis transgesiones al Eterno; y tú llevaste (nasa’) la maldad de mi pecado” (Sal 32:5).

¿Qué es lo que entendió David de Dios en su santuario y en la historia de su pueblo? “Tu llevaste (nasa’) la iniquidad de tu pueblo, cubriste todos sus pecados. Reprimiste toda tu ira y te apartaste del ardor de tu enojo” (Sal 85:2-3[3-4]). Oseas exortó a su pueblo: “Tened palabras de arrepentimiento, convertíos al Eterno, y decidle: ‘Lleva toda iniquidad y acepta el bien. Te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios’” (Os 14:2[3]).

La carga del pecado no podía quedar suelta. El pecador debía buscarse una víctima para poder librarse del mal, ya que “la paga del pecado es la muerte” (Rom 6:23). Pero para evitar que entre su pueblo unos y otros, como en un partido de fútbol o de ping-pong, o directamente en una guerra, se estuviesen tirando pedradas amargamente y lastimándose perpetuamente, les propuso que vinieran a él y aceptasen la substitución que ofrecía en su templo. El mismo ofrecía su casa como receptáculo de la inmundicia de su pueblo, como depósito de la carga de mal que agobiaba a sus hijos, hasta el día en que esa suciedad iba a ser removida de su santa morada (Lev 16:16-19).

“¿Qué Dios como tú?”

El profeta Miqueas quedó extasiado al comprender, en la conclusión de su libro, el gran amor de Dios que está dispuesto a hacerse cargo del pecado de su pueblo. Arrobado en admiración exclamó: “¿Qué Dios como tú, que llevas (o asumes o te haces cargo) de la maldad, y pasas por alto el pecado del remanente de tu heredad?” (Miq 7:18).

Los que morían en Egipto creían que debían probar su inocencia a un jurado celestial con animales salvajes con las fauces abiertas listos para devorar a los culpables. ¿Podemos imaginarnos la angustia de tanta pobre gente supersticiosa por cómo hacer para justificarse y probar su inocencia ante un tribunal presuntamente infalible? Pero en Israel era lo contrario. Nadie debía justificarse delante de Dios. Por el contrario, debían confesar la falta y Dios se hacía cargo de ella en el día del juicio. Si los pecadores confesaban honesta y sinceramente su falta al Señor, sabían que podían mirar con confianza al juicio final como lo hacemos nosotros hoy, sabiendo que Dios mismo se encargará de defenderlos o defendernos (Rom 8:31-34).

Entre los cananeos y los fenicios se daba la creencia de que para librarse de las plagas y de la maldad debían entregarles sus hijos a los demonios para aplacar su ira. Los dioses que conocían, por consiguiente, eran crueles, y el perdón que ofrecían se daba en contextos de furia demoníaca contra el inocente. En Israel, en cambio, Miqueas podía contemplar que Dios “se deleita en ejercer misericordia” (Miq 7:18). El pueblo podía acercarse a él confiadamente, sin terror ni pavor porque sabía que Dios otorgaba el perdón en contextos de bondad, de amor y justicia combinados. Mientras que las madres podían olvidarse de sus hijos y entregarlos a los demonios pensando de esa manera apaciguarlos, el amor de Dios era más grande y eterno, porque prometía jamás olvidarse de ellos (Isa 49:15-16).

Los hititas creían que debían proyectar su propia desgracia sobre pueblos enemigos. Pero el Dios de Israel requería que le trajeran su suciedad a su santa morada, al corazón mismo del pueblo, ya que el santuario se encontraba en medio del pueblo de Dios (Núm 35:36; Lev 16:16). El mismo se hacía cargo de la falta y de la enfermedad humanas. No aceptaba nada que no viniese a través de un animal inocente sacrificado en favor del pecador contrito para liberar al alma agobiada del mal. Todo intento de descargarse del mal echándolo sobre gente inocente fuera de su santuario era condenado. Esa falta volvería sobre sus cabezas (Sal 7:16[17].

El destino final del mal

¿Será que al final, el Señor va a descargarse del mal que, confiando en las promesas divinas, su pueblo le trajo al santuario creyendo en sus promesas de liberación? ¿Las va a volver sobre la cabeza de los penitentes que llorando, dolidos en los más profundo de sus corazones, se las trajeron al templo suplicando su perdón? ¡No, por supuesto que no! ¡Dios es fiel, se comprometió con su pueblo en un pacto para salvarlos, y cumplirá lo que prometió! El honor de Dios, de su Hijo y de su trono están también comprometidos en el perdón de su pueblo (Jer 14:20-21). ¿Cómo podría el Señor traicionar la fe de los que se humillaron delante de él, se arrepintieron de sus pecados, y se los confesaron aceptando el evangelio del santuario, el pago del pecado hecho por el cordero, “el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”? (Jn 1:29). Por eso Miqueas termina su libro aferrándose a la fidelidad eterna de Dios, quien cumple lo que promete (Miq 7:20).

El profeta continúa expresando su admiración por cómo Dios va a erradicar el mal de en medio de su pueblo. Sabe que Dios “volverá a tener misericordia” de los pecadores a quienes liberó de su pecado asumiendo en su santuario su carga de pecado. ¿Cuándo volverá a tener misericordia? En el juicio final que estaba representado por el ritual del Día de la Expiación. Pablo escribiendo a los romanos lo captó también. “Ante esto [el evangelio],” escribió, “¿qué diremos? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no eximió ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él gratuitamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo es el que murió, más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros” (Rom 8:31-34). Si siendo enemigos buscó reconciliarnos por medio de su Hijo, ahora que somos sus amigos, ¿va a echarnos en cara nuestros pecados perdonados para derramar su ira sobre nosotros y desentenderse de nosotros? (Rom 5:6-10).

Miqueas ve que no será antes que el Señor vuelva a mostrar misericordia hacia su pueblo que confió en él, que “sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados” (Miq 7:19). Las profundidades del mar—en donde se presumía que no había vida natural, sino que provenían de allí los dragones—así como los lugares desérticos, eran el lugar simbólico de los demonios (Isa 21:21; 27:1; Job 41:1, etc). Babilonia destruida y transformada en un desierto se llena de animales salvajes, símbolo de demonios (Isa 13; Apoc 18:1-3). Según lo que vemos en Miqueas, en el rito de Azazel (Lev 16) y en varias otras representaciones de la Biblia, la responsabilidad por el pecado volverá a su primera causa, el diablo, no antes del juicio final (véase Apoc 20).

Dios no manda el mal al fin sobre otros pueblos, sino al “desierto”, a “tierra deshabitada” (Lev 16:9-10,22), al paraje de los demonios (véase Mat 12:43; Luc 8:29). Únicamente cuando el mal de su pueblo era causado por pueblos enemigos el mal debía recaer sobre ellos por la responsabilidad que tuvieron (Jer 50:28-29; 51:11,35; Joel 3:4-7). De la misma manera la inculpación directa o indirecta a Dios de los inconfesos de entre el pueblo escogido, debía finalmente caer sobre los culpables que no habían traido la carga de pecado al santuario para que el Señor se las quitase y les permitiese salir en libertad (Lev 23:29-30; Sal 7:16[17]).

Lo que está en juego en nuestra liberación

Debemos recordar que toda justificación propia del pecador involucra directa o indirecamente una acusación a Dios por el mal que cometimos. “La mujer que me diste” (Gén 3:12). ¿Para qué me la diste? “La serpiente me engañó” (Gén 3:13). ¿Para qué le permitiste entrar allí? Esta es la razón por la que Dios no puede hacerse cargo de ningún pecado cuya confesión no sea honesta y cabal.

¿Cómo puede Dios justificar a alguien que lo inculpa por su mal? Un perdón tal de parte de Dios implicaría un reconocimiento divino de haber sido responsable por la falta del pecador. Y si el universo pudiese probar alguna falta en Dios, ¿quién podría confiar en él? De allí la necesidad tan imperiosa para la seguridad del orbe entero, de que Dios salga vindicado (Rom 3:3-6), de que su nombre sea exaltado en el juicio (véase Isa 2:11,17; Dan 7:14; Jn 5:22-23; Apoc 4:11; 5:12-13; 16:5,7; 19:1-3).

Los teólogos liberales modernos que niegan que el sacrificio divino de su Hijo hubiese sido necesario para salvaguardar su honor al perdonar a un mundo pecador, no saben de lo que hablan. Pretenden que ese acto fue simplemente una manifestación de amor de Dios, pero que no puede aceptarse que haya sido requerido para expiar o pagar el pecado, para satisfacer la justicia divina. Tales teólogos ignoran también la importancia de que el santuario divino sea vindicado en la corte final del juicio (Dan 8:14).

No se trata de un acto cruel de Dios que exige el sacrificio de un inocente para satisfacer su ego, sino de la seguridad, estabilidad y confianza eternas de toda la creación, tanto de la tierra como del cielo (Col 1:20). Toda criatura en el vasto e inconmensurable firmamento necesita imperiosamente la vindicación del Nombre de Dios. Por otro lado, no es un ángel o un ser creado el inocente que muere. Es el mismo Creador en la persona del Hijo, y ésto voluntariamente (Jn 10:17-18; Col 1:15-17; Heb 1:2). Por consiguiente, no será jamás ninguna criatura la que se llevará la alabanza, la gloria, la honra, la sabiduría y el poder por haber redimido la creación. Todo el universo verá para siempre únicamente la justicia de Dios en el sacrificio de su Hijo, no la de un ángel ni la de ningún superhombre (Rom 3:22,25-26).

“La perfección angélica fracasó en el cielo. La perfección humana fracasó en el Edén, el parahíso de felicidad. Todo el que desee seguridad ya sea en la tierra como en el cielo, debe mirar al Cordero de Dios” (ST, 12-30-89,4).

Un mensaje diferente al de Babilonia

Babilonia conoció también un rito de purificación de los templos de Bel y Nabu que tenía lugar el quinto día del año nuevo. A diferencia del ritual del Día de la Expiación que purificaba el santuario de Israel, los ritos babilónicos contenían características mágicas. Era un encantamiento que tenía como propósito expulsar los demonios, sin ninguna referencia a los pecados del pueblo de Babilonia. En Israel, en cambio, no se purificaba el templo de los demonios, sino de los pecados del pueblo de Dios.

Llama la atención este hecho, porque al hombre moderno y mundano no le interesa hablar de pecado. Eso suena a permitir la entrada de otros a la vida personal de cada uno. Cuando hace unos años atrás hablé a los judíos que habían venido al hospital adventista de Entre Ríos, Argentina, al programa de vida sana, una mujer me dijo que hoy en Israel no se habla de pecado, y el rito casero del Día de la Expiación que tienen no involucra el pecado tampoco. En esencia, lo que me relató parecía algo más relacionado con magia o hechicería que relacionado con la religión. Esto me lo dijo porque les hablé de las leyes levíticas y el evangelio que presentan para la solución humana con su carga de culpa. Era una manera de decirme que no me metiese en la vida personal de ellos.

En lugar de un testimonio de sangre que se traía al santuario como comprobante del sacrificio ofrecido, los babilonios purificaban primero el templo con agua, aceite y perfumes, y luego lo frotaban con el cadáver de un carnero. El encantador iba luego al río Eufrates junto con el que había inmolado el animal, y arrojaba la cabeza y el cuerpo del carnero al río. Entonces se apartaban del campamento y no volvían a la ciudad antes que terminase la fiesta, siete días después, el día 12 de Nisán. En Israel en cambio, los cadáveres eran quemados fuera del campamento, y los que participaban de ese ritual, más el de la expulsión del príncipe del mal cargando con todos los pecados del pueblo mediante la representación del macho cabrío vivo, volvían el mismo día (Lev 16).

Al tirar el cadáver del animal al río los babilonios daban a entender que lo ofrecían a los demonios que habitan en las profundidades del mar. El macho cabrío que se enviaba vivo al desierto con los pecados del pueblo de Israel no era una ofrenda al diablo, porque no se lo sacrificaba. Era más bien un símbolo viviente del príncipe de los demonios que era primeramente desenmascarado por la “suerte” (gôral), luego inculpado por los pecados que hizo cometer al pueblo de Dios, y finalmente expulsado de en medio del campamento de los elegidos.

La Babilonia moderna tiene también sus ritos o encantamientos mágicos de exorcismo. Mediante votos hechos a los santos y vírgenes de la Iglesia Romana, muchos procuran liberarse de los males de esta vida. Pero el remanente del Señor debe recurrir al santuario celestial, al único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, para obtener liberación del mal y de sus pecados (1 Tim 2:5). Es el Señor quien libra a sus hijos de Satanás, y en su templo (Sal 91:1-7). Sólo él lo expulsará definitivamente al fin, por la mano de un ángel poderoso, a la tierra abandonada y destruída, sin moradores y transformada en un abismo como cuando la mano de Dios no había intervenido en esta creación (Apoc 20:1-3; cf. Gén 1:1-2).

La visión más notable de transferencia del mal

La visión más notable de la transferencia del mal hacia su causa primera aparece en Zac 5. Como entre los hititas, una mujer sentada representa a la maldad. Otras dos mujeres con alas como de cigueña alzaron el canasto con la mujer adentro y la llevaron a Babilonia. Allí le edificaron una casa para ponerla en un pedestal. El símbolo no deja lugar a dudas. La maldad es adorada en Babilonia. Ese imperio opresor fue la causa de la maldad que sufrió el remanente. Por representar al reino de Lucifer (Isa 14), fue también la causa primaria del mal del pueblo de Dios. Ese mal vuelve a su lugar de origen hasta que, a su tiempo, el Señor castigue al opresor y destruya su guarida.

Un trasfondo equivalente es el que encontramos en el ritual del macho cabrío vivo en el Día de la Expiación. Siendo que Lucifer gusta presentarse como ángel de luz para engañar, es Dios quien debe desenmascararlo mediante la suerte (gôral) o, más bien, consulta a Dios mediante los Urim y Tumim (Lev 16:8-10). Así como el león y la serpiente representan en la Biblia tanto a Satanás como al Señor, así también los dos machos cabríos representan a ambos. Uno muere por el pecado y purifica o vindica o limpia el Nombre (la reputación) de Dios que habita en el santuario (véase Lev 20:3; 22:31-32; Deut 12:11). El otro es expulsado como una representación viviente del demonio, cargando con todo el mal que le hizo cometer al pueblo de Dios.

¿Furia contra el diablo o júbilo por el juicio divino?

Hace unos años atrás conocí una iglesia cuyo pastor lanzaba cruzadas contra los demonios, y veía al diablo en todo el que se le oponía. Sus historias eran impresionantes. Le quemaron la carpa donde daba conferencias. Acuchillaron a uno frente a la carpa en otra oportunidad y tuvo que interrumpir sus conferencias porque era el único que en ese momento tenía un auto para llevar el herido al hospital (la gente se asustó y no vino más). Cierto día se enteró que habían venido espiritistas a escucharlo y se lanzó en un ataque frontal contra el espiritismo. Las luces se le apagaban, se le encendían..., y la gente se asustaba. En síntesis, vivía en una lucha imaginaria y real combinadas y permanente contra todos los demonios, como si fuera un verdadero zelote o un quijote espadachín contra los duendes y, por lo tanto, demonizaba a todo el que no veía las cosas como él.

En las iglesias se enojan contra el diablo por cualquier cosa que ocurría que no salía bien. Cierto día prediqué diciendo a los hermanos que tenían que dejar de enojarse contra el diablo. No nos toca a nosotros demonizarlo. Hagamos las cosas bien y tendrá menos oportunidad de meterse con nosotros. “Someteos, pues, a Dios. Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Sant 4:7). Dejemos que el Señor se encargue de él. Esto es lo que enseñaban los rituales levíticos del santuario, que no empujaban a la gente a pelearse con el diablo, sino que ésta buscaba protección en el santuario divino y dejaba con el Señor su extirpación (véase Zac 3:1-2; Jud 8-10).

Luego que culminaba la purificación del santuario quedaban sólo dos clases de culpables sobre los cuales debía volver la culpa. Por un lado los que no se humillaban delante de Dios ni siquiera en ese día y revelaban mantenerse en una posición inconfesa y rebelde (Lev 23:29-30; véase Eze 33:12-13), y por el otro el príncipe de los lugares deshabitados, el diablo mismo (Lev 16:10,20-22). Mientras que los culpables inconfesos recibían todo el peso de su culpa nuevamente sobre sus cabezas, quien debía ser inculpado por todo el pecado que hizo cometer al pueblo de Dios era Satanás. El macho cabrío era un substituto viviente del demonio. No son los redimidos quienes se vengan del diablo. Es el Señor quien se encarga de él y lo demoniza para siempre (véase Lev 16:20-22; Apoc 20:1-3).

“En la ejecución final del juicio se verá que no existe causa para el pecado. Cuando el Juez de toda la tierra pregunte a Satanás: ‘¿Por qué te rebelaste contra mí y arrebataste súbditos de mi reino?’ el autor del mal no podrá ofrecer excusa alguna. Toda boca permanecerá cerrada, todas las huestas rebeldes quedarán mudas” (CS, 558).

“Llegó el momento en que la rebelión debe ser sofocada finalmente y puestos en evidencia la historia y el carácter de Satanás. El archiengañador ha sido desenmascarado por completo en su último gran esfuerzo para destronar a Cristo, destruir a su pueblo y apoderarse de la ciudad de Dios. Los que se han unido a él, se dan cuenta del fracaso total de su causa. Los discípulos de Cristo y los ángeles leales contemplan en toda su extensión las maquinaciones de Satanás contra el gobierno de Dios. Ahora se vuelve objeto de execración universal”. “Habiendo sido cargados sobre Satanás los pecados de los justos, tiene éste que sufrir no sólo por su propia rebelión, sino también por todos los pecados que hizo cometer al pueblo de Dios”.

“Durante seis mil años obró a su gusto, llenando la tierra de dolor y causando penas por todo el universo. Toda la creación gimió y sufrió en angustia. Ahora las criaturas de Dios han sido libradas para siempre de su presencia y de sus tentaciones. ‘¡Ya descansa y está en quietud toda la tierra; prorrumpen los hombres [justos] en cánticos!’ (Isa 14:7 VM). Y un grito de adoración y triunfo sube de entre todo el universo leal. Se oye ‘como si fuese el estruendo de una gran multitud, y como si fuese el estruendo de muchas aguas, y como si fuese el estruendo de poderosos truenos, que decían: ¡Aleluya; porque reina el Señor Dios, el Todopoderoso!’ (Apoc 19:6 VM)”.

¡Adios demonios y demonizaciones! ¡Adios maleficios, sospechas y mala fe! ¡Adios y para siempre con todo el oprobio de los hijos de Dios y lo que lo causó! ¡Gracias a Dios porque no queda ningún demonio quemándose eternamente fuera de la ciudad de Dios para mantener escarmentados a todos los que moran dentro. En efecto, “solo queda un recuerdo: nuestro Redentor llevará siempre las señales de su cruficixión. En su cabeza herida, en su costado, en sus manos y en sus pies se ven las únicas huellas de la obra cruel efectuada por el pecado”. Fue él y sólo él quien llevó nuestras enfermedades mientras estuvimos en este mundo de desgracias. Fue él quien llevó también nuestros dolores, nuestros quebrantos, nuestros pecados, liberando a los demonizados y deteniendo contra sí mismo la obra de los demonios (Mat 8:16-17). Y por sus heridas fuimos curados (Isa 53).

“El gran conflicto ha terminado. Ya no hay más pecado ni pecadores. Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación. De Aquel que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas, declaran en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es

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