81 Lucifer Por Ahmed Nahr Wadi


Lucifer
En el cielo, antes de su rebelión, Lucifer era un ángel honrado y excelso, cuyo honor seguía al del amado Hijo de Yahweh. Su semblante, así como el de los demás ángeles, era apacible y denotaba felicidad. Su frente alta y espaciosa indicaba su poderosa inteligencia. Su forma era perfecta; su porte noble y majestuoso.

Una luz especial resplandecía sobre su rostro y brillaba a su alrededor con más fulgor y hermosura que en los demás ángeles. Sin embargo, Yahshua, el amado Hijo de Yahweh, tenía la preeminencia sobre todas las huestes angélicas. Era uno con el Padre antes que los ángeles fueran creados.

Lucifer tuvo envidia de él y gradualmente asumió la autoridad que le correspondía sólo a Yahshua. El gran Creador convocó a las huestes celestiales para conferir honra especial a su Hijo en presencia de todos los ángeles. Este estaba sentado en el trono con el Padre, con la multitud celestial de santos ángeles reunida a su alrededor. Entonces el Padre hizo saber que había ordenado que Yahshua, su Hijo, fuera igual a él; de modo que doquiera estuviese su Hijo, estaría él mismo también.


La palabra del Hijo debería obedecerse tan prontamente como la del Padre. Este había sido investido de la autoridad de comandar las huestes angélicas. Debía obrar especialmente en unión con él en el proyecto de creación de la tierra y de todo ser viviente que habría de existir en ella. Ejecutaría su voluntad.
No haría nada por sí mismo. La voluntad del Padre se cumpliría en él.

Lucifer estaba envidioso y tenía celos de Yahshua. No obstante, cuando todos los ángeles se inclinaron ante él para reconocer su supremacía, gran autoridad y derecho de gobernar, se inclinó con ellos, pero su corazón estaba lleno de envidia y odio. Yahshua formaba parte del consejo especial de Yahweh para considerar sus planes, mientras Lucifer los desconocía.
No comprendía, ni se le permitía conocer los propósitos de Yahweh. En cambio Yahshua era reconocido como Soberano del Cielo, con poder y autoridad iguales a los de Yahweh. Lucifer creyó que él era favorito en el cielo entre los ángeles. Había sido sumamente exaltado, pero eso no despertó en él ni gratitud ni alabanzas a su Creador.

Aspiraba llegar a la altura de Yahweh mismo. Se glorificaba en su propia exaltación. Sabía que los ángeles lo honraban. Tenía una misión especial que cumplir. Había estado cerca del gran Creador y los persistentes rayos de la gloriosa luz que rodeaban al Elohim eterno habían resplandecido especialmente sobre él.
Pensó en cómo los ángeles habían obedecido sus órdenes con placentera velocidad. ¿No eran sus vestiduras brillantes y hermosas? ¿Por qué había que honrar a Yahshua más que a él? Salió de la presencia del Padre descontento y lleno de envidia contra Yahshua. Congregó a las huestes angélicas, disimulando sus verdaderos propósitos, y les presentó su tema, que era él mismo. Como quien ha sido agraviado, se refirió a la preferencia que Yahweh había manifestado hacia Yahshua postergándolo a él.

Les dijo que de allí en adelante toda la dulce libertad de que habían disfrutado los ángeles llegaría a su fin. ¿Acaso no se les había puesto un gobernador, a quien de allí en adelante debían tributar honor servil? Les declaró que él los había congregado para asegurarles que no soportaría más esa invasión de sus derechos y los de ellos: que nunca más se inclinaría ante Yahshua; que tomaría para sí la honra que debiera habérsele conferido, y sería el caudillo de todos los que estuvieran dispuestos a seguirlo y a obedecer su voz.

Hubo discusión entre los ángeles. Lucifer y sus seguidores luchaban para reformar el gobierno de Yahweh. Estaban descontentos y se sentían infelices porque no podían indagar en su inescrutable sabiduría ni averiguar sus propósitos al exaltar a su Hijo y dotarlo de poder y mando ilimitados. Se rebelaron contra la autoridad del Hijo. Los ángeles leales trataron de reconciliar con la voluntad de su Creador a ese poderoso ángel rebelde.
Justificaron el acto de Yahweh al honrar a Yahshua, y con poderosos argumentos trataron de convencer a Lucifer de que no tenía entonces menos honra que la que había tenido antes que el Padre proclamara el honor que había conferido a su Hijo.

Le mostraron claramente que Yahshua era el Hijo de Yahweh, que existía con él antes que los ángeles fueran creados, y que siempre había estado a la diestra del Padre, sin que su tierna y amorosa autoridad hubiese sido puesta en tela de juicio hasta ese momento; y que no había dado orden alguna que no fuera ejecutada con gozo por la hueste angélica. Argumentaron que el hecho de que Yahshua recibiera honores especiales de parte del Padre en presencia de los ángeles no disminuía la honra que Lucifer había recibido hasta entonces.

Los ángeles lloraron. Ansiosamente intentaron convencerlo de que renunciara a su propósito malvado para someterse a su Creador, pues todo había sido hasta entonces paz y armonía, y ¿qué era lo que podía incitar esa voz rebelde y disidente? Lucifer no quiso escucharlos. Se apartó entonces de los ángeles leales acusándolos de servilismo. Estos se asombraron al ver que Lucifer tenía éxito en sus esfuerzos por incitar a la rebelión. Les prometió un nuevo gobierno, mejor que el que tenían entonces, en el que todo sería libertad. Muchísimos expresaron su propósito de aceptarlo como su dirigente y comandante en jefe.

Cuando vio que sus propuestas tenían éxito, se vanaglorió que podría llegar a tener a todos los ángeles de su lado, que sería igual a Yahweh mismo, y su voz llena de autoridad sería escuchada al dar órdenes a toda la hueste celestial. Los ángeles leales le advirtieron nuevamente y le aseguraron cuáles serían las consecuencias si persistía, pues el que había creado a los ángeles tenía poder para despojarlos de toda autoridad y, de una manera señalada, castigar su audacia y su terrible rebelión. ¡Pensar que un ángel se opuso a la ley de Yahweh que es tan sagrada como él mismo! Exhortaron a los rebeldes a que cerraran sus oídos a los razonamientos engañosos de Lucifer, y le aconsejaron a él y a cuantos habían caído bajo su influencia que volvieran a Yahweh y confesaran el error de haber permitido siquiera el pensamiento de objetar su autoridad. Muchos de los simpatizantes de Lucifer se mostraron dispuestos a escuchar el consejo de los ángeles leales y arrepentirse de su descontento para recobrar la confianza del Padre y su amado Hijo.

El poderoso rebelde declaró entonces que conocía los Mandamientos de Yahweh, y que si se sometía a la obediencia servil se lo despojaría de su honra y nunca más se le confiaría su excelsa misión.
Les dijo que tanto él como ellos habían ido demasiado lejos como para volver atrás, y que estaba dispuesto a afrontar las consecuencias, pues jamás se postraría para adorar servilmente al Hijo de Yahweh; que el Hijo no los perdonaría, y que tenían que reafirmar su libertad y conquistar por la fuerza el puesto y la autoridad que no se les había concedido voluntariamente.

Los ángeles leales se apresuraron a llegar hasta el Hijo de Yahweh y le comunicaron lo que ocurría entre los ángeles. Encontraron al Padre en consulta con su amado Hijo para determinar los medios por los cuales, por el bien de los ángeles leales, pondrían fin para siempre a la autoridad que había asumido Lucifer. El gran Elohim podría haber expulsado inmediatamente del cielo a este Querubín, pero ese no era su propósito.

Daría a los rebeldes una justa oportunidad para que midieran su fuerza con su propio Hijo y sus ángeles leales. En esa batalla cada ángel elegiría su propio bando y lo pondría de manifiesto ante todos. No hubiera sido conveniente permitir que permaneciera en el cielo ninguno de los que se habían unido con Satanás en su rebelión. Habían aprendido la lección de la genuina rebelión contra la inmutable ley de Yahweh, y eso es irremediable.

Si Yahweh hubiera ejercido su poder para castigar a este jefe rebelde, los ángeles subversivos no se habrían puesto en evidencia; por eso Yahweh siguió otro camino, pues quería manifestar definidamente a toda la hueste celestial su justicia y su juicio. Rebelarse contra el gobierno de Yahweh era un crimen enorme. Todo el cielo parecía estar en conmoción. Los ángeles se ordenaron en compañías; cada división tenía un ángel comandante al frente. Satanás estaba combatiendo contra la ley de Yahweh por su ambición de exaltarse a sí mismo y no someterse a la autoridad del Hijo de Yahweh, el gran comandante celestial.

Se convocó a toda la hueste angélica para que compareciera ante el Padre, a fin de que cada caso quedase decidido. Satanás manifestó con osadía su descontento porque Yahshua había sido preferido antes que él. Se puso de pie orgullosamente y sostuvo que debía ser igual a Yahweh y participar en los concilios con el Padre y comprender sus propósitos. Yahweh informó a Lucifer que sólo revelaría sus secretos designios a su Hijo, y que requería que toda la familia celestial, incluido Lucifer, le rindiera una obediencia absoluta e incuestionable; pero que él (Satanás) había demostrado que no merecía ocupar un lugar en el cielo.

Entonces el enemigo señaló con regocijo a sus simpatizantes, que eran cerca de la mitad de los ángeles, y exclamó: “¡Ellos están conmigo! ¿Los expulsarás también y dejarás semejante vacío en el cielo?” Declaró entonces que estaba preparado para hacer frente a la autoridad de Yahshua y defender su lugar en el cielo por la fuerza de su poder, fuerza contra fuerza. Los ángeles buenos lloraron al escuchar las palabras de, es en este momento que se llama Satanás y sus alborozadas jactancias.

Yahweh afirmó que los rebeldes no podían permanecer más tiempo en el cielo. Ocupaban esa posición elevada y feliz con la condición de obedecer los Mandamientos que Yahweh había dado para gobernar a los seres de inteligencia superior. Pero no se había hecho ninguna provisión para salvar a los que se atrevieran a transgredirla. Satanás se envalentonó en su rebelión y expresó su desprecio por los Mandamientos del Creador.

No la podía soportar. Afirmó que los ángeles no necesitaban ley y que debían ser libres para seguir su propia voluntad, que siempre los guiaría con rectitud; que los Mandamientos eran una restricción de su libertad; y que su abolición era uno de los grandes objetivos de su subversión. La condición de los ángeles, según él, debía mejorar. Pero Yahweh, que había promulgado las leyes y las había hecho iguales a sí mismo, no pensaba así. La felicidad de la hueste angélica dependía de su perfecta obediencia a los Mandamientos.

Cada cual tenía una tarea especial que cumplir, y hasta el momento cuando Satanás se rebeló, había existido perfecto orden y armonía en las alturas. Entonces hubo guerra en el cielo. El Hijo de Yahweh, el Príncipe celestial y sus ángeles leales entraron en conflicto con el rebelde y los que se le unieron. El Hijo de Yahweh y los ángeles fieles prevalecieron, y Satanás y sus seguidores fueron expulsados del cielo. Toda la hueste celestial reconoció y adoró al Elohim de justicia. Ni un vestigio de rebeldía quedó en el cielo. Todo volvió a ser pacífico y armonioso como antes. Los ángeles lamentaron la suerte de los que habían sido sus compañeros de felicidad y bienaventuranza. El cielo sintió su pérdida. El Padre consultó con el Hijo con respecto a la ejecución inmediata de su propósito de crear al hombre para que habitara la tierra.

Lo sometería a prueba para verificar su lealtad antes que se lo pudiera considerar eternamente fuera de peligro. Si soportaba la prueba a la cual Yahweh creía conveniente someterlo, con el tiempo llegaría a ser igual a los ángeles. Tendría el favor de Yahweh, podría conversar con ellos y éstos con él. Yahweh no creyó conveniente ponerlos fuera del alcance de la desobediencia.
El padre y el Hijo emprendieron la grandiosa y admirable obra que habían proyectado: la creación del mundo. La tierra que salió de las manos del Creador era sumamente hermosa. Había montañas, colinas y llanuras, y entre medio había ríos, lagos y lagunas.
La tierra no era una vasta llanura; la monotonía del paisaje estaba interrumpida por colinas y montañas, no altas y abruptas como las de ahora, sino de formas hermosas y regulares. No se veían las rocas escarpadas y desnudas, porque yacían bajo la superficie, como si fueran los huesos de la tierra.

Las aguas se distribuían con regularidad. Las colinas, montañas y bellísimas llanuras estaban adornadas con plantas y flores, y altos y majestuosos árboles de toda clase, muchísimo más grandes y hermosos que los de ahora. El aire era puro y saludable, y la tierra parecía un noble palacio. Los ángeles se regocijaban al contemplar las admirables y hermosas obras de Yahweh.

Después de crear la tierra y los animales que la habitaban, el Padre y el Hijo llevaron adelante su propósito, ya concebido antes de la caída de Satanás, de crear al hombre a su propia imagen. Habían actuado juntos en ocasión de la creación de la tierra y de todos los seres vivientes que había en ella. Entonces Yahweh dijo a su Hijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Cuando Adán salió de las manos de su Creador era de noble talla y hermosamente simétrico. Era bien proporcionado y su estatura era un poco más del doble de la de los hombres que hoy habitan la tierra. Sus facciones eran perfectas y hermosas. Su tez no era blanca ni pálida, sino sonrosada, y resplandecía con el exquisito matiz de la salud.

Eva no era tan alta como Adán. Su cabeza se alzaba algo más arriba de los hombros de él. También era de noble aspecto, perfecta en simetría y muy hermosa. La inocente pareja no usaba vestiduras artificiales. Estaban revestidos de un velo de luz y esplendor como el de los ángeles. Este halo de luz los envolvió mientras vivieron en obediencia a Yahweh.

Aunque todo cuanto el Autor había creado era perfecto y hermoso, y parecía que nada faltaba en la tierra creada por El para felicidad de Adán y Eva, les manifestó su gran amor al plantar un huerto especialmente para ellos.
Parte del tiempo debían emplearlo en la placentera labor de cultivar ese huerto, y otra parte en recibir la visita de los ángeles, escuchar sus instrucciones y dedicarse a feliz meditación.

Sus ocupaciones no eran fatigosas, sino agradables y vigorizantes. Ese hermoso huerto había de ser su hogar. Yahweh plantó árboles de todas clases en ese jardín, para brindar utilidad y dar belleza. Algunos de ellos estaban cargados de exuberantes frutos, de suave fragancia, hermosos a la vista y sabrosos al paladar, destinados por Yahweh para dar alimento a la santa pareja. Había hermosas vides que crecían erguidas, cargadas con el peso de sus frutos, diferentes de todo cuanto el hombre haya visto desde la caída.

Estos eran muy grandes y de diversos colores: algunos casi negros, otros púrpura, rojo, rosa y verde claro. A los hermosos y exuberantes frutos que colgaban de los sarmientos de la vid se los llamó uvas. No se arrastraban por el suelo aunque no estaban sostenidas por soportes, pero los sarmientos se arqueaban bajo el peso del fruto. La grata tarea de Adán y Eva consistía en formar hermosas glorietas con los sarmientos de la vid y hacerse moradas con los bellos y vivientes árboles y el follaje de la naturaleza, cargados de fragantes frutos.

La tierra estaba revestida de hermoso verdor, mientras miríadas de fragantes flores de toda especie y todo matiz crecían a su alrededor en abundante profusión. Todo estaba dispuesto con buen gusto y magnificencia. En el centro del huerto se alzaba el árbol de la vida cuya gloria superaba a la de todos los demás. Sus frutos parecían manzanas de oro y plata, y servían para perpetuar la inmortalidad. Las hojas tenían propiedades medicinales.

La santa pareja vivía muy dichosa en el Edén. Tenía dominio ilimitado sobre todos los seres vivientes. El león y el cordero jugueteaban pacífica e inofensivamente a su alrededor, o se tendían a dormitar a sus pies. Aves de todo color y plumaje revoloteaban entre los árboles y las flores, y en torno de Adán y Eva, mientras sus melodiosos cantos resonaban entre los árboles en dulce acuerdo con las alabanzas tributadas a su Creador.

Adán y Eva estaban encantados con las bellezas de su hogar edénico. Se deleitaban con los pequeños cantores que los rodeaban revestidos de brillante y primoroso plumaje, que gorjeaban su melodía alegre y feliz. La santa pareja unía sus voces a las de ellos en armoniosos cantos de amor, alabanza y adoración al Padre y a su Hijo amado, por las muestras de amor que la rodeaban. Reconocían el orden y la armonía de la creación que hablaban de un conocimiento y una sabiduría infinitos.

Continuamente descubrían en su edénica morada alguna nueva belleza, alguna gloria adicional, que llenaba sus corazones de un amor más profundo, y arrancaba de sus labios expresiones de gratitud y reverencia a su Creador. En medio del huerto, cerca del árbol de la vida, se alzaba el árbol del conocimiento del bien y del mal, destinado especialmente por Yahweh para ser una prenda de la obediencia, la fe y el amor de Adán y Eva hacia él. Refiriéndose a este árbol, El Creador ordenó a nuestros primeros padres que no comieran de él, ni lo tocaran, porque si lo hacían morirían.

Les dijo que podían comer libremente de todos los árboles del huerto, menos de éste, porque si comían de él seguramente morirían. Cuando Adán y Eva fueron instalados en el hermoso huerto, tenían todo cuanto podían desear para su felicidad. Pero Yahweh, para cumplir sus sabios designios, quiso probar su lealtad antes que pudieran ser considerados eternamente fuera de peligro. Habían de disfrutar de su favor, y él conversaría con ellos, y ellos con él. Sin embargo, no puso el mal fuera de su alcance. Permitió que Satanás los tentara.

Si soportaban la prueba gozarían del perpetuo favor de Yahweh y de los ángeles del cielo. Satanás quedó sorprendido con su nueva condición. Su felicidad se había disipado. Contempló a los ángeles que como él habían sido tan felices, pero que habían sido expulsados del cielo con él.

Antes de su caída ni una sombra de descontento había malogrado su perfecta felicidad. Ahora todo parecía haber cambiado. Los rostros que habían reflejado la imagen de su Hacedor manifestaban ahora melancolía y desesperación. Entre ellos había continua discordia y acerbas recriminaciones. Antes de su rebelión estas cosas eran desconocidas en el cielo. Satanás consideró entonces las terribles consecuencias de su rebelión. Se estremeció, y tuvo miedo de enfrentar el futuro y vislumbrar el fin de todas estas cosas.

Había llegado la hora de entonar felices cantos de alabanza a Yahweh y a su amado Hijo. Satanás había dirigido el coro celestial. Había dado la nota; luego toda la hueste angélica se había unido a él, y entonces en todo el cielo habían resonado acordes gloriosos en honor de Yahweh y su amado Hijo. Pero ahora, en vez de esos dulcísimos acordes, palabras de ira y discordia resonaban en los oídos del gran rebelde. ¿Dónde está él? ¿No es acaso todo esto un horrible sueño? ¿Fue expulsado del cielo? ¿Nunca más se abrirán sus puertas para permitirle entrar? Se acerca la hora de la adoración, cuando los santos y resplandecientes ángeles se postran delante del Padre. Nunca más se unirá al cántico celestial. Nunca más se inclinará, reverente y con santo temor ante la presencia del Elohim eterno.

Si pudiera volver a ser como cuando era puro, fiel y leal, de buena gana abandonaría sus pretensiones de autoridad. ¡Pero estaba perdido, más allá de toda redención, gracias a su presuntuosa rebelión! Y eso no era todo; había inducido a otros a rebelarse y los había arrastrado a su propia condición: a ángeles que nunca habían pensado poner en tela de juicio la voluntad del Cielo o dejar de obedecer los Mandamientos de Yahweh hasta que él introdujo esas ideas en sus mentes al presentarles la posibilidad de disfrutar de mayores bienes, y de una libertad más elevada y gloriosa. Por medio de ese sofisma los engañó.

Descansaba entonces sobre él una responsabilidad de la que le hubiera gustado liberarse. Como sus esperanzas habían sido destruidas, esos espíritus se volvieron turbulentos. En lugar de gozar de mayores bienes, estaban experimentando los tristes resultados de la desobediencia y la falta de respeto por la ley. Nunca más podrían estar esos seres infelices bajo la influencia de la tierna dirección de Yhashua.

Nunca más podrían esos espíritus ser conmovidos por el profundo y fervoroso amor, por la paz y la alegría que su presencia siempre les había inspirado, para devolvérselos en gozosa obediencia y reverente honor.

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