La Crucifixión



El término gr. para “cruz” (stuaros; verbo stuaroo; lat. crux, crucifijo, ‘aseguro a una cruz’) significa en primer lugar estaca o viga vertical, y secundariamente estaca utilizada como instrumento de castigo y ejecución. Se emplea en este último sentido en el NT. El sustantivo aparece 28 veces y el verbo 46. El AT no registra la crucifixión de criminales vivos (stuaroo en la LXX de Est. 7.10 corresponde al heb. tala que significa ‘colgar’). Las ejecuciones se llevaban a cabo por apedreamiento. Sin embargo, ocasionalmente se colgaban cadáveres en los árboles como advertencia (Dt. 21.22–23; Jos. 10.26). Dichos cadáveres se consideraban malditos (de aquí Gá. 3.13), y tenían que quitarse y enterrarse antes de la caída de la noche (cf. Jn. 19.31). Esta práctica explica la referencia neotestamentaria a la cruz de Cristo como un “madero” (Hch. 5.30; 10.39; 13.29; 1 P. 2.24), símbolo de humillación.

Los fenicios y los cartagineses practicaban la crucifixión, y más tarde los romanos la aplicaron ampliamente. Sólo los esclavos, los provincianos, y los tipos más bajos de criminales se crucificaban, pero raramente se crucificaba a un ciudadano romano. Así, la tradición según la cual Pedro, como Jesús, fue crucificado, pero Pablo decapitado, concuerda con la práctica en la antigüedad.

Aparte del poste vertical (crux simplex) en el que se ataba o empalaba a la víctima, existían tres tipos de cruz. La crux commisa (cruz de san Antonio) tenía la forma de una mayúscula, que algunos creen derivada del símbolo del dios Tamuz, la letra tao; la crux decussata (cruz de san Andrés) tenía la forma de la letra; la crux immissa era la conocida cruz de dos barras, que según sostiene la tradición fue la cruz en la que murió nuestro Señor (Ireneo, Haer. 2. 24. 4). Este parecer se ve reforzado por las referencias en los cuatro evangelios (Mt. 27.37; Mr. 15.26; Lc. 23.38; Jn. 19.19–22) al título que se colocó en la cruz encima de la cabeza de Cristo.

Cuando se condenaba a un criminal, era costumbre azotar a la víctima con el flagellum, que era un látigo con correas de cuero, lo que en el caso de nuestro Señor sin duda lo debilitó mucho y aceleró su muerte. Luego se le hacía llevar la viga transversal (patibulum), como un esclavo, hasta el lugar de su tortura y muerte, siempre fuera de la ciudad, mientras un heraldo iba delante de él con el “título”, o sea la acusación escrita. Fue este patibulum, no toda la cruz, lo que Jesús no pudo llevar a causa de su debilidad, y que Simón de Cirene llevó en su lugar. Se desnudaba completamente al condenado, se lo colocaba en tierra con la viga transversal debajo de los hombros, y se ataban o clavaban allí los brazos o las manos (Jn. 20.25). Luego se levantaba esta viga y se la fijaba en el poste vertical hasta que los pies de la víctima, que entonces se ataban o clavaban, apenas dejaban de tocar el suelo, y no alto como se ve con frecuencia en las ilustraciones. Una clavija (sedile) proyectada hacia adelante generalmente soportaba la mayor parte del peso del cuerpo del condenado, que se sentaba a horcajadas en la misma. Luego se dejaba a la víctima para que muriera de sed y agotamiento. A veces se aceleraba la muerte mediante el crurifragium o quebradura de las piernas, como se hizo con los dos ladrones, pero no con nuestro Señor, porque ya estaba muerto. No obstante, se le clavó una lanza en el costado para mayor seguridad, a fin de poder quitar su cuerpo antes del día de reposo, como demandaban los judíos (Jn. 19.31ss).

Al parecer el método de crucifixión variaba en diferentes partes del imperio romano. Los escritores seculares de la época evitaban relatar detalladamente esta forma de castigo, la más cruel y degradante de todas las existentes en esa época. Pero recientes hallazgos arqueológicos en Judea han arrojado nueva luz al respecto. En el verano de 1968 un equipo arqueológico dirigido por V. Tzaferis descubrió cuatro tumbas judaicas en Givat ha-Mivtar (Ras el-Masaref), cerca de Jerusalén, en las que se encontró un osario que contenía los únicos huesos existentes de un hombre (joven) que fue crucificado, y que datan probablemente de entre el 7 y el 66 d.C., a juzgar por la alfarería herodiana allí encontrada. Tiene grabado el nombre Johanán. Se ha llevado a cabo una prolija investigación sobre las causas y la naturaleza de su muerte, lo que podría ilustrar considerablemente la forma en que murió nuestro Señor.

Los brazos (no las manos) del joven fueron clavados al patibulum, la viga transversal, lo que podría indicar que en Lc. 24.39; Jn. 20.20, 25, 27 debería traducirse “brazos”. El peso del cuerpo posiblemente lo soportaba una plancha (sedecula) clavada al simplex, el poste verocal, como soporte de las nalgas. Las piernas estaban dobladas en las rodillas y vueltas hacia atrás, de modo que las pantorrillas estaban paralelas al patibulum o travesano, con los tobillos por debajo de las nalgas. Un clavo de hierro (que todavía permanecía en su lugar) atravesaba ambos talones, con el pie derecho encima del izquierdo. Un fragmento indica que la cruz era de madera de olivo. Ambas piernas habían sido quebradas, presumiblemente por un fuerte golpe, como lo que se hizo con los dos que murieron con Jesús en Jn. 19.32.

Si Jesús murió de la misrna forma, seguramente sus piernas no estaban completamente extendidas, como tradicionalmente nos muestra el arte cristiano. Los músculos retorcidos de las piernas deben haberle causado fuertes dolores, con contracciones espasmódicas e intensos calambres. Esto podría explicar por qué tardó menos tiempo en morir (seis horas), a lo que sin duda contribuyó la flagelación previa.
Los escritores contemporáneos la describen como la más dolorosa de las muertes. Los evangelios, sin embargo, no ofrecen una descripción detallada de los sufrimientos físicos de nuestro Señor, sino que simple y reverentemente dicen que “le crucificaron”. Según Mt. 27.34 nuestro Señor rehusó todo tipo de alivio para sus sufrimientos, seguramente a fin de conservar hasta el final la claridad mental en el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Esto explica que haya podido consolar al ladrón agonizante y pronunciar las restantes siete palabras maravillosas desde la cruz.

El interés que demuestran los escritores neotestamentarios en la cruz no es ni arqueológico ni histórico, sino cristológico. Les interesa el significado eterno, cósmico, y soteriológico de lo que ocurrió, una vez y para siempre, en la muerte de Jesucristo, el Hijo de Dios, en la cruz. Desde el punto de vista teológico, la palabra “cruz” se utilizó como descripción sumaria del evangelio de salvación, de que Jesús “murió por nuestros pecados”. De modo que la “predicación del evangelio” es “la palabra de la cruz, la “predicación del Cristo crucificado” (1 Co. 1.17ss). Por ello el apóstol se gloría “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”, y habla de sufrir persecución “a causa de la cruz de Cristo”. Resulta claro que la palabra “cruz” representa aquí el anuncio completo y jubiloso de nuestra redención por medio de la muerte expiatoria de Jesucristo.

“La palabra de la cruz” es también “la palabra de la reconciliación” (2 Co. 5.19). Este tema surge claramente en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses. Es “mediante la cruz” que Dios ha reconciliado a judíos y gentiles, derribando la pared intermedia de separación, la ley de los mandamientos (Ef. 2.14–16). Es “mediante la sangre de su cruz” que Dios ha hecho la paz, reconciliando “consigo todas las cosas” (Col. 1.20ss). Esta reconciliación es a la vez personal y cósmica, y se produjo porque Cristo ha anulado el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, “clavándola en la cruz” (Col. 2.14).

La cruz, en el NT, es símbolo de vergüenza y humillación, como así también de la sabiduría y la gloria de Dios reveladas por medio de ella. Roma la utilizó no solamente como instrumento de tortura y ejecución sino también como picota vergonzosa, reservada para los peores y más bajos criminales. Para los judíos era señal de maldición (Dt. 21.23; Gá. 3.13). Esta fue la muerte que murió Jesús y por la cual clamaba la multitud. “Sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (He. 12.2). El peldaño más bajo en la escala de la humillación de nuestro Señor fue que soportó la “muerte de cruz” (Fil. 2.8). Es por ello que fue piedra de tropiezo para los judíos (1 Co. 1.23; cf. Gá. 5.11). El vergonzoso espectáculo de una víctima que llevaba su patibulum les resultaba tan familiar a sus oyentes que Jesús habló tres veces del camino del discipulado como el de llevar la cruz (Mt. 10.38; Mr. 8.34; Lc. 14.27).

Además, la cruz es el símbolo de nuestra unión con Cristo, no simplemente en virtud de que seguimos su ejemplo, sino en virtud de lo que él ha hecho por nosotros y en nosotros. Por su muerte sustitutiva en la cruz nosotros morimos “en él” (cf. 2 Co. 5.14), y “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él”, para que por medio de su Espíritu, que mora en nosotros, pudiésemos andar en vida nueva (Rom. 6.4ss; Gá. 2.20; 5.24ss; 6.14), permaneciendo “en él”.

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