31 de julio de 2009
Los Milagros
Una cantidad de palabras heb., arm., y gr. se usan en la Biblia para hacer referencia a la actividad del Dios vivo en la naturaleza y en la historia. Se traducen diversamente como “milagros”, “maravillas”, “señales”, “poderosas obras”, “poderes”. Así, por ejemplo, la palabra heb. mofet_, de etimología incierta, se traduce en °vrv2 como “milagro” (Ex. 7.9; Dt. 4.34), “maravilla” (p. ej. Ex. 7.3; Sal. 78.43) y “señal” (p. ej. 1 R. 13.3, 5).
Las palabras empleadas por los traductores preservan en general, si bien no siempre en casos particulares, los tres énfasis distintivos de las palabras originales. Ellas caracterizan la actividad de Dios como:
1. Distintiva, maravillosa; expresada mediante derivados heb. de la raíz pl<, ‘ser diferente’, particularmente el participio nifla ot (p. ej. Ex. 15.11; Jos. 3.5), mediante el arm. temah (Dn. 4.2–3; 6.27), y mediante el gr. teras (p. ej. Hch. 4.30; Ro. 15.19).
2. Portentosa, poderosa; expresada por el heb. gbura (Sal. 106.2; 145.4) y el gr. dynamis (p. ej. Mt. 11.20; 1 Co. 12.10; Gá. 3.5).
3. Significativa; expresada por el heb. ot (p. ej. Nm. 14.11; Neh. 9.10), por el arm. at (Dn. 4.2–3; 6.27), y por el gr. semeion (p. ej. Jn. 2.11; 3.2; Hch. 8.6).
Los milagros y el orden natural
Una buena parte de la confusión en torno al tema de los milagros ha sido ocasionada por no haberse comprendido que las Escrituras no distinguen netamente entre la permanente y soberana providencia de Dios y sus actos particulares. La creencia en los milagros está encuadrada en el contexto de una cosmovisión que considera que la totalidad de la creación depende en forma constante de la actividad sostenedora de Dios y que está sujeta a su voluntad soberana (cf. Col. 1.16–17). Tres aspectos de la actividad divina—maravilla, poder, significatividad—están presentes no sólo en actos especiales sino también en todo el orden creado (Ro. 1.20). Cuando el salmista celebra los portentosos actos de Dios pasa fácilmente de la creación a la liberación de Egipto (Sal. 135.6–12). En Job 5.9–10; 9.9–10 la palabra niflaot se refiere a lo que llamaríamos “acontecimientos naturales” (cf. Is. 8.18; Ez. 12.6).
Así, cuando los escritores bíblicos se refieren a los portentosos actos de Dios no se puede suponer que los distinguen del “curso de la naturaleza por su peculiar causación, ya que piensan en todos los acontecimientos como causados por el poder soberano de Dios. Los actos individuales de Dios realzan el carácter distintivo de su actividad, que es distinta de la de los hombres y superior a ella, y, más particularmente, de la de los dioses falsos; es todopoderosa y reveladora de Dios en la naturaleza y en la historia.
El descubrimiento de, pongamos por caso, conexiones causales entre las diversas plagas de Egipto, la repetición de la detención del Jordán, o el aumento del conocimiento de la medicina psicosomática no podrían en sí mismos contradecir la afirmación bíblica de que la liberación de Egipto, la entrada en Canaán, y las obras de curación de Cristo fueron obras portentosas de Dios. Las “leyes naturales” son descripciones de un universo en el que Dios obra continuamente. Sólo mediante una argucia filosófica inaceptable se las puede presentar como el obrar autosustentante de un sistema cerrado, o los decretos rígidos de un Dios que ha puesto al universo en movimiento como si fuese una máquina.
Algunos filósofos y teólogos han sostenido que la realización de milagros no concoce con la naturaleza y los propósitos de Dios. El es el Alfa y la Omega, conoce el fin desde el principio; es el Creador que hizo todas las cosas, sin impedimento alguno impuesto por una materia preexistente; es el Inmutable. ¿Qué necesidad tendría, entonces, de “entorpecer’ el desenvolvimiento del orden natural?
Esta objeción basada en el carácter de Dios surge porque no se comprende el concepto bíblico de Dios como un ser vivo y personal. Su inmutabilidad no es la de una fuerza impersonal sino la fidelidad de una persona: su acto de creación dio vida a criaturas responsables con las que alterna, no como si fuesen marionetas sino como personas distintas de sí mismo. Los milagros son acontecimientos que revelan en forma dramática esta naturaleza viva, personal de Dios, que está activo en la historia no como mero “destino” sino como un Redentor que salva y guía a su pueblo.
Un conocimiento más completo de los caminos que sigue el obrar de Dios podría demostrar que ciertos acontecimientos supuestamente únicos formaban parte de un esquema regular. Jamás puede, empero, excluir lógicamente lo excepcional y lo extraordinario. Si bien no hay una discontinuidad radical de este tipo entre los milagros y “el orden natural”, como lo han supuesto los que han sentido con más fuerza las dudas modernas en torno a este tema, está claro que las Escrituras hablan de muchos acontecimientos que aparecen como extraordinarios o, incluso, únicos, dada la experiencia general que de la naturaleza tenemos.
Milagros y revelación
Si se acepta que las objeciones a priori a los relatos milagrosos no tienen validez, todavía hay que averiguar qué función precisa tienen estos acontecimientos extraordinarios en la autorrevelación total de Dios en la historia. Los teólogos ortodoxos se han acostumbrado a considerarlos en primer lugar como marcas que autentican a los profetas y apóstoles de Dios, y particularmente a su propio Hijo. Más recientemente se ha afirmado por los críticos liberales que los relatos milagrosos del AT y el NT tienen el mismo carácter que los relatos fantásticos que se cuentan de las deidades paganas y sus profetas. Ninguna de estas dos perspectivas hace justicia a la relación integral entre los relatos milagrosos y la autorrevelación total de Dios. Los milagros no tienen como fin la simple autenticación externa de la revelación sino que forman parte esencial de la misma, de la que el propósito verdadero fue y sigue siendo el de alimentar la fe en la intervención salvífica de Dios en beneficio de los que creen.
Milagros falsos
Jesús se negó sistemáticamente a ofrecer una *señal del cielo, a realizar maravillas inútiles y espectaculares, destinadas simplemente a garantizar su enseñanza. Es evidente que la simple capacidad de obrar maravillas no hubiera proporcionado dicha garantía. Hay frecuentes menciones tanto en las Escrituras como en otras obras de hechos maravillosos realizados por personas que se oponían a los propósitos de Dios (cf. Dt. 13.2–3; Mt. 7.22; 24.24; 2 Ts. 2.9; Ap. 13.13ss; 16.14; 19.20). La negación a realizar maravillas por el solo hecho de hacerlas caracteriza claramente a los relatos de milagros en la Biblia frente a los Wundergeschichten corrientes.
Es de notar que la palabra teras, que de todos los términos bíblicos es el que más se acerca a lo que se entiende con la palabra “portento”, siempre se usa en el NT en combinación con seµmeion a fin de destacar que se trata únicamente de portentos significativos. La única excepción es la cita del AT en Hch. 2.19 (pero cf. Hch. 2.22).
El mero portento o falso milagro se distingue del verdadero por el hecho de que el milagro verdadero es congruente con el resto de la revelación. Armoniza con el conocimiento que el creyente ya posee con respecto a Dios, incluso cuando contribuye a ampliar y profundizar dicho conocimiento. Por lo tanto, Israel debe rechazar a todo obrador de milagros que niega al Señor (Dt. 13.2–3), y, de la misma manera, nosotros podemos discernir correctamente entre los relatos milagrosos de los evangelios canónicos y los cuentos románticos o las estupideces risibles de los escritos apócrifos y de la hagiografía medieval.
Los milagros y la fe
La realización de milagros está orientada a la profundización de la comprensión que el hombre tiene de Dios. Es el modo en que Dios habla dramáticamente a los que tienen oídos para oír. Los relatos milagrosos están íntimamente relacionados con la fe de los que observan o participan (cf. Ex. 14.31; 1 R. 18.39), y con la fe de los que habrán de oírlos o leerlos posteriormente (Jn. 20.30–31). Jesús consideraba que la fe era la respuesta adecuada ante su presencia y sus obras salvíficas; era la fe lo que “hacía salvos”, lo que marcaba !a diferencia entre la mera creación de una impresión y la comunicación salvífica de su revelación de la persona de Dios.
Es importante observar que la fe por parte de los participantes humanos no es condición necesaria para el milagro, en el sentido de que Dios sea incapaz de actuar por sí mismo sin que medie la fe humana. Mr. 6.5 se cita con frecuencia en apoyo de este punto de vista, pero la verdad es que Jesús no pudo hacer obras portentosas en Nazaret, no porque la incredulidad del pueblo limitara su poder—Marcos cuenta que sanó a unos cuantos enfermos allí—, sino más bien porque no podía proseguir con su predicación, ni con las obras que proclamaban su evangelio en acción, en un lugar donde los hombres no estaban dispuestos a recibir las buenas nuevas, como tampoco su propia persona. La realización de maravillas para beneficio de las multitudes o de los escépticos no concordaba con su misión, y es en este sentido que no pudo hacerlas en Nazaret.
Los milagros y la Palabra
Rasgo notable—en algunos casos el rasgo principal—de los milagros es el hecho de que, incluso cuando el carácter del acontecimiento es tal que puede ser asimilado al esquema ordinario de los acontecimientos naturales (p. ej. algunas de las plagas de Egipto), su realización está predicha por Dios o por medio de su agente (cf. Jos. 3.7–13; 1 R. 13.1–5), o se lleva a cabo ante el mandato o la oración del agente (cf. Ex. 4.17; Nm. 20.8; 1 R. 18.37–38); algunas veces se registra tanto la predicción como el mandato (cf. Ex. 14). Este rasgo destaca nuevamente la relación entre los milagros y la revelación, y entre los milagros y la Palabra creadora divina.
Las crisis de la historia sagrada
Otra conexión entre milagros y revelación es la de que se agrupan alrededor de los momentos críticos de la historia sagrada. Los hechos portentosos de Dios que se destacan en forma preeminente son la salvación ante el mar Rojo y la resurrección de Cristo, el primero de ellos como coronación del conflicto con Faraón y los dioses de Egipto (Ex. 12.12; Nm. 33.4), y el segundo como coronación de la obra redentora de Dios en Cristo, y del conflicto con todo el poder del mal. También hubo milagros frecuentes en la época de Elías y Eliseo, cuando Israel parecía estar más propensa a caer en la apostasía total (cf. 1 R. 19.14) ; en la época del sitio de Jerusalén bajo Ezequías (2 R. 20.11); durante el exilio (Dn. pass.); y en los primeros tiempos de la misión cristiana.
Los milagros en el Nuevo Testamento
Algunos análisis liberales de la cuestión de los milagros trazan una distinción neta entre los milagros del NT, particularmente los de nuestro Señor mismo, y los del AT. Tanto críticos más bien radicales como otros más conservadores han señalado que en principio los relatos se sostienen o caen en conjunto.
La afirmación de que los milagros neotestamentarios son más aceptables a la luz de la psicología o la medicina psicosomática modernas no toma en cuenta el carácter de los milagros, como, por ejemplo, el que se manifestó en las bodas de Caná o en el sosegamiento de la tormenta, las curas instantáneas de enfermedades orgánicas y las deformaciones, o la resurrección de muertos. No existe razón a priori para suponer que Jesús no se valió de los recursos de la mente y el espíritu humanos que en la actualidad usan los psicoterapeutas; pero otros relatos nos trasladan a ámbitos donde la psicoterapia no se hace sentir, y donde las afirmaciones de los sanadores espirituales encuentran poco apoyo de parte de observadores médicos autorizados.
Hay, sin embargo, indicaciones que permiten considerar que los milagros de Cristo, y los que se hacían en su nombre, eran diferentes de los del AT. Donde antes Dios hizo obras portentosas con su poder trascendente y las reveló a sus siervos, o se valió de sus siervos como agentes circunstanciales de dichos actos, en Jesús nos vemos frente a Dios mismo encarnado, obrando libremente con autoridad soberana en ese mundo que es “suyo”. Cuando los apóstoles hacían obras parecidas en su nombre actuaban con el poder del Señor resucitado, con el que estaban en íntimo contacto, de modo que el libro de Hechos prolonga la historia de las mismas cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar durante su ministerio terrenal (cf. Hch. 1.1).
Al destacar la presencia y la acción directas de Dios en Cristo no negamos la continuidad de su obra con el curso anterior de las relaciones de Dios con el mundo. De la lista de obras que enumera nuestro Señor al contestar la pregunta del Bautista (Mt. 11.5), las que más se destacan, la curación de leprosos y la resurrección de los muertos, tienen paralelos en el AT, especialmente en el ministerio de Eliseo. Lo que resulta notable es la relación integral entre las obras y las palabras de Jesús. Los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los sordos oyen, y esto al tiempo que se predica el evangelio a los pobres, evangelio por el que se otorga a los espiritualmente necesitados visión y oído espirituales, y poder para andar en el camino de Dios.
Además, la frecuencia de los milagros de curación es mucho mayor en la época del NT que en cualquier período del AT. El AT registra sus milagros uno por uno, y no ofrece ninguna indicación de que haya habido otros que no se registran. Los evangelios, y el NT en general, afirman repetidamente que los milagros descritos en detalle no eran sino una fracción de los que ocurrieron.
Las obras de Jesús se distinguen claramente de otras por su modo o manera. Cuando Jesús se ocupa del enfermo y el poseído por demonios hay una nota de autoridad inherente a su persona. Donde los profetas obraban en el nombre de Dios, o después de dirigirse a él en oración, Jesús saca los demonios y sana con el mismo aire de poder legítimamente suyo como cuando le otorga el perdón al pecador; más aun, deliberadamente vinculó ambos tipos de autoridad (Mr. 2.9–11). Al mismo tiempo, Jesús recalcó el hecho de que sus obras las hacía en permanente dependencia del Padre (p. ej. Jn. 5.19). El equilibrio entre autoridad inherente y humilde dependencia es la marca misma de la unidad perfecta entre su deidad y su humanidad.
La enseñanza neotestamentaria sobre el nacimiento virginal, la resurrección y la ascensión, manifiestan la novedad de lo que Dios hizo en Cristo. Nace de una mujer de la genealogía de Abraham y David, pero de una virgen; otros han sido levantados de los muertos, pero sólo para volver a morir; él “vive siempre”, y ha ascendido para estar a la diestra del poder. Más todavía, resulta cierto de la resurrección, y de ningún otro milagro individual, el que en ella hace descansar el NT toda la estructura de la fe (cf. 1 Co. 15.17). Este acontecimiento fue único, en cuanto significó el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.
Los milagros de los apóstoles y los otros líderes de la iglesia neotestamentaria surgen de la solidaridad de Cristo con su pueblo. Son obras realizadas en su nombre, como continuación de todo lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar, en el poder del Espíritu que él envió del Padre. Hay una relación íntima entre estos milagros y la obra de los apóstoles, en cuanto testimonio a la persona y la obra de su Señor; constituyen parte de la proclamación del reino de Dios; no son un fin en sí mismos.
El debate continúa en torno a la cuestión de si esta función del milagro está necesariamente limitada a la era apostólica. Pero por lo menos podemos decir que los milagros neotestamentarios son diferentes de cualquier milagro posterior en virtud de su conexión inmediata con la plena manifestación del Hijo encarnado de Dios, con una revelación que entonces se dio a conocer en plenitud. Por consiguiente, no ofrecen en sí mismos apoyo para suponer que los milagros deben acompañar la subsiguiente diseminación de la revelación de la que eran parte integrante.
Bibliografía
A. Richardson, Las narraciones evangélicas sobre milagros, 1974; X. Léon-Dufour, Los milagros de Jesús según el Nuevo Testamento, 1979; A. Mora, Los milagros del Nuevo Testamento, s/f; J. Jeremías, Las parábolas de Jesús, 1970, pp. 274–276; id., Teología del Nuevo Testamento, 1977, pp. 107–115; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1977, t(t). II, pg. 114–141; W. Mundle, O. Hofius, “Milagro, °DTNT, t(t). III, pp. 85–94.
Es imposible enumerar aquí aun una selección representativa de la muy extensa literatura sobre los diversos aspectos del tema de los milagros. Los siguientes trabajos representan puntos de vista discutidos arriba, y además proveen referencias para estudio adicional: D. S. Cairns, The Faith that Rebels, 1927; A. Richardson, The Miracle Stories of the Gospels, 1941; C. S. Lewis, Miracles, A Preliminary Study, 1947; E. y M.-L. Keller, Miracles in Dispute, 1969; C. F. D. Moule (eds.), Miracles: Cambridge Studies in their Philosophy and History, 1965.
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